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CICLISMO | La gran sorpresa del año
Columna
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Don Sebastián o el falso Dimitri

La infausta y llorada desaparición de Miguel Induráin en una cumbre, de cuyo nombre no quiero acordarme y camino de un Tour que ya no pudo ser el sexto, dejó a la afición española, inconsolable, incrédula, impaciente, bajo los efectos del más agudo sebastianismo.

Don Sebastián fue un rey de Portugal con emulsiones de cruzada que emprendió la conquista de Marruecos con tan mala fortuna que en la batalla llamada de los Tres Reyes, a la que concurrían otros dos monarcas del reino norteafricano, el que reinaba y el pretendiente al trono, resultó muerto, pero sin que su cadáver llegara jamás a encontrarse. Desde entonces, al fin del siglo XVI, fue cobrando forma una peculiar saudade lusitana: la de que el monarca glorioso volvería algún día para rescatar al país de todas sus desgracias. El líder, se decía, no podía haber dejado a su pueblo, sino que únicamente sufría una ocultación pasajera, también como la de otra mitología nacional-religiosa, la del duodécimo imam, cuyo regreso los chiíes aguardan entre copiosos trallazos de cilicio.

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El don Sebastiá

n del ciclismo español se ha estado haciendo esperar todos estos años, con la irritación incorporada de que algún falso Dimitri haya podido ponerle la miel en la boca al buen aficionado.

En los últimos años también del siglo XVI murió un zar, cuyo traspaso dejó a Rusia sumida en una devastadora refriega entre parientes y algún allegado con nombre de ópera, como Boris Godunov, para sucederle en el trono. En ese tiempo de conflictos, el pueblo creyó ver la reencarnación de su esperanza en diversos aventureros de varia condición que se presentaban como Dimitri, el heredero anhelado, pero sólo para que la desilusión afrentosa hiciera que se los conociese, uno tras otro, como el falso Dimitri.

El post-Induráin es un pequeño calvario en el que el seguidor ha ido oscilando, como un péndulo, entre el sebastianism

o de la fe obstinada y los

falsos Dimitris incapaces de justificar con obras esa fe. Los nombres se han ido sucediendo desde Abraham Olano, del que pronto se aprendió todo lo que sabía; pasando por Joseba Beloki, la honradez personificada dentro de una gran calidad de límites, sin embargo, conocidos; o un fulgor huidizo, en el que el público quería creer cuando ni el interesado creía en sí mismo, como El Chav

a; o, también, quien se encuentra aún en fase de aparente fabricación, como Óscar Sevilla, para llegar hasta Roberto Heras, probablemente el de mayor entidad de todos ellos, que nos ha entretenido la ilusión hasta que decidió vender su primogenitura, cierto que por bastante más que un plato de lentejas, para convertirse en gregario de lujo de un lujo de ciclista. Cuando el bejarano se contrató para secarle el sudor a Lance Armstrong, se supo no sólo que no era don Sebastiá

n, sino que, al menos, tampoco optaba a falso Dimitr

i. Pero ¿es que habremos llegado ya al final de tanta espera? La incógnita hoy se llama Alejandro Valverde.

Esperar que Induráin pueda tener un sucesor en plenitud de derechos dinásticos es, probablemente, una gollería, pero las últimas semanas le han dado al ciclismo español una trepidación que le ha faltado desde el tiempo del ciclista navarro. El destape de Valverde en la Vuelta, como un pretendiente que nadie tenía previsto en su quiniela, procedente además de las profundidades de una clasificación cualquiera, y sus últimos kilómetros de caza en el reciente Campeonato del Mundo, que ganó el esforzado y nobilísimo Igor Astarloa, parecen tener todo el empaque de una presentación de cartas credenciales.

El ciclismo español no carece de nada. Trabajadores supercualificados que sacrifican clase por equipo, sprinters tan buenos como los italianos, mejores escaladores que Richard Virenque cuando el francés era Richard Virenque, contrarrelojistas que se las tienen con el norteamericano de Girona. Pero cada una de esas excelencias se da únicamente por separado, y no agregadamente. Por eso el regreso de don Sebastián sería el gran acontecimiento de un deporte de extremos galeotes. ¿Acaso podemos permitirnos la audacia de pensar que el gran Delfín llama a la puerta?

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