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EL DEBATE DEL 'PLAN IBARRETXE'
Columna
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La embestida nacionalista

Fernando Vallespín

Los que somos más bien daltónicos para eso de las identidades nacionales tenemos siempre un cierto pudor a la hora de entrar a pronunciarnos sobre estos delicados temas. Quizá porque, como les ocurre a los agnósticos con la religión, tememos herir las sensibilidades de quienes comparten esas disposiciones tan profundamente sentidas. Hay momentos, sin embargo, en los que la delicadeza ya no puede ocultar un cierto malestar de fondo con tanto ondear de banderas -hasta en el espacio- y tanta soflama patriótica. Este malestar se une, además, a una fundada indignación por ver cómo casi toda la vida política se va impregnando de un discurso único en el que la afirmación de lo nacional -de una u otra patria- prevalece sobre cualquier otro tipo de consideración menos primaria y metafísica. La política española se ha llenado ya del incienso y de las prédicas de los que hablan en nombre del Ser de los pueblos y anatemizan a quienes no quieren escuchar su verdad. ¡Ay de aquel que trate de escaparse de los nuevos dogmas nacionalistas en conflicto! Enseguida lloverán sobre él acusaciones de lesa patria y se le pondrá el sambenito de "equidistante", que es el nombre que reciben los nuevos apestados.

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Que dicho epíteto se les aplique a algunos de los pocos comentaristas que no comienzan con el nuevo mantra de la corrección política, el "yo estoy en contra del plan de Ibarretxe", podría hasta entenderse en un país ya bastante hastiado del conflicto vasco. Pero que el calificativo de anti-español o el de "poco patriota" comience a ser utilizado alegremente por el Gobierno como instrumento deslegitimador de la oposición cada vez que se separa en lo más mínimo de su propia definición de la ortodoxia nacional ya son palabras mayores. De entrada, equivale a una nueva y eficaz mordaza destinada a limitar los movimientos del adversario; son las nuevas fronteras destinadas a circunscribir su libertad de expresión. En una cuestión, además, que constituye el mayor conflicto político que asuela al país. La política, que debería fundarse sobre la negociación y el compromiso, se trasmuta en un credo identitario absolutizado, subvirtiéndose así su dimensión de discusión racional.

Aparte de la violencia, más grave aún es la propia definición del ser vasco que nos encontramos en el plan Ibarretxe, que presupone una progresiva extirpación, por plazos, de aquellos elementos de la identidad española que buenamente puedan conservar algunos de los habitantes de Euskadi. Casi por decreto legislativo se les iría anulando dicha identidad o, a la larga, se les arrojaría de la propia comunidad política. El nacionalismo no casa bien con identidades complejas y prefiere las más simples y totalizadoras. Cuando si hay algo meridianamente claro es que no hay ningún partido político -ni el PP, ni el PNV, ni CiU- ni ningún sacerdote patrio que tenga un acceso privilegiado a eso que constituya la esencia de su nación y a cuál haya de ser su futuro político. Ni tampoco puede reducirse su expresión política a lo que buenamente se decida incorporar a un texto articulado (llámese Plan o Constitución, entendida como Ley Fundamental grabada con fuego sobre piedra).

La política del Estado debe tratar de ser neutral y "laica" respecto a la cuestión de las identidades "culturales" particulares; no puede confrontarlas afirmando otro nacionalismo. Lo que sí debe hacer es establecer un marco de convivencia apoyado sobre un sistema de derechos e instituciones con el que los miembros de las distintas nacionalidades puedan identificarse como ciudadanos. La inexorable interdependencia provocada por la historia común y la variabilidad e interpenetración de la geometría identitaria debería reconducir nuestra política a una mayor anomia nacional y a un criterio de integración de la diversidad en la unidad más apoyado sobre la lealtad y la comunicación política mutua. Y no hay que temer a las palabras. ¿Por qué no hablar abiertamente de "federalismo?". Me temo, sin embargo, que el "desarme nacionalista" no interesa a ninguna de las partes... a menos que el no hacerlo comience a ser la fuente de una incesante pérdida de votos. Pónganse a ello. Nunca viene mal un pequeño desahogo.

Juan José Ibarretxe, en una imagen de archivo.
Juan José Ibarretxe, en una imagen de archivo.
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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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