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Tribuna:CUMBRE DE BRUSELAS | La opinión de los expertos
Tribuna
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El interés general europeo

Escribo con tanta premura como inquietud, al filo mismo de las vísperas de una crítica cumbre europea, cuyo desarrollo puede convertir en obsoletas o anacrónicas estas reflexiones. La historia de la construcción europea está jalonada por hitos como éste, de dramática apariencia, que se han resuelto a la postre, con tortuosos compromisos, alambicados equilibrios o, sencillamente, fórmulas de diferimiento temporal que han alejado el problema hacia delante, pero que han permitido a las naciones europeas seguir haciendo cosas juntas e intensificando, así, las solidaridades de hecho, sobre las que se asienta la confianza de la Unión. Ojalá ocurra así, también ahora.

Es sabido que la fisonomía jurídico-política de la Unión no responde a la tersura de un plan preconcebido, un proyecto arquitectónico; sino que es el precipitado, la cristalización, de un largo medio siglo de continuados compromisos políticos. De ahí la complejísima, ininteligible a veces, estructura de su haz de tratados, convenios y protocolos y el barroquismo de su fértil toponimia jurídica. A este galimatías pretende responder el proyecto de Tratado Constitucional, simplificando, podando, refundiendo y aportando criterios racionales de jerarquía normativa.

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La estéril presidencia italiana ha dejado consumir su semestre, sin adoptar impulso alguno. Las grandes cuestiones institucionales que amenazan con hacer fracasar la cumbre y el Tratado Constitucional llegan intactas -o agravadas por recelos y provocativas declaraciones- tal como salieron de la Convención. Berlusconi ha dejado pasar el tiempo, sin que quepa dilucidar si lo ha hecho por incompetencia, por estar absorto en las cuestiones domésticas o por el oportunismo de recostarse en las tesis franco-alemanas, disfrutando de la renta confortable de la condición italiana de socio fundador. Sea como sea, la cumbre empieza sin la maduración deseable de encuentros y papeles que es el cometido principal de una presidencia eficaz.

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Todos los lectores de EL PAÍS que hayan seguido los excelentes trabajos de Carlos Yárnoz conocen los términos del problema, que no podemos reproducir en detalle aquí. A lo largo de dieciséis densos meses, la Convención sobre el futuro de Europa, redactora del proyecto de Tratado Constitucional -en la que tuve la fortuna de participar, junto con Josep Borrell, en representación del Parlamento Español- desarrolló una excelente tarea que ha cuajado en copiosos frutos. Citemos, por vía ejemplificadora, la incorporación al Tratado con carácter normativo de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión; el ensanchamiento del espacio de justicia y seguridad, con la creación del Fiscal General europeo; la simplificación de las fuentes del derecho comunitario; la adopción de la codecisión, como procedimiento legislativo común; el paso de unanimidad a la mayoría en la toma de decisiones sobre más de medio centenar de materias; la sustantiva fusión de los tres pilares; la clarificación competencial; la articulación de un procedimiento de participación de los parlamentos nacionales en la toma de decisiones relevantes; la inequívoca definición conceptual del doble principio de legitimación: Estados y ciudadanos... Sería muy lamentable que la querella institucional arruinase este elenco de enormes progresos en la vía de la mayor cohesión de la Unión.

En cambio, el capítulo institucional fue materialmente secuestrado del debate de la Convención. Giscard, con una conducción maliciosa y parcial de la asamblea, demoró la discusión institucional, con interminables sesiones de audiencia, de dudoso interés; y con la composición de unos grupos de trabajo, muy gratificantes para quienes tuvimos la suerte de participar en ellos por su excelente nivel académico, pero cuyo alto grado de abstracción los alejaba de las necesidades concretas de la redacción articulada del Proyecto. La discusión institucional tuvo lugar en condiciones de agobio y perentoriedad; se pospuso deliberadamente a la cumbre de Salónica y se solventó mediante la técnica del hecho consumado, aprovechando la ausencia de discusiones y votaciones, para dar por establecido un consenso realmente inexistente. Consciente y temeroso, quizás, de la flagrante extralimitación del mandato para el que habíamos sido convocados, Giscard se dedicó, desde el primer minuto, a halagar demagógicamente a la asamblea -los disparatados paralelismos con Filadelfia, pongamos por caso-, otorgándole una pretendida naturaleza soberana, animándola a ignorar los términos de Niza -un "trapicheo", según me espetó en una discusión, como Yárnoz relató en su momento- e insinuando que si la Convención alcanzaba acuerdos unánimes o cuasi unánimes, los jefes de Estado y Gobierno no se atreverían a rectificar. Éstas fueron, abrupta y llanamente contadas, las vicisitudes del debate institucional.

En vísperas del comienzo de la CIG [Conferencia Intergubernamental], algunos sectores de la oposición y de los medios españoles empiezan a descalificar la posición de nuestro Gobierno, tildándola de "anti-europea". Es muy socorrida y fácil la maniqueización. Se presenta a un Aznar, hirsuto y mesetario como corresponde, aferrado numantinamente a la defensa de unos intereses nacionales, presuntamente contrapuestos a unos intereses europeos, que según una ignota cláusula del testamento de Adán, estarían encarnados por el eje franco-alemán, secundado por otros socios fundadores. Pero el análisis de los hechos y las cifras no avalan en absoluto esta interpretación. En Niza, Francia, invocando como ahora un "legado histórico irrenunciable", defendió y logró la equiparación de votos con Alemania, mantenida desde 1952, a despecho de los llamativos veintitrés millones de habitantes de diferencia que, tras la reunificación, separan a ambos Estados.

Tras la aparente ventaja de su simplicidad -la mitad más uno de los Estados; los tres quintos de la población- la "fórmula Giscard" enmascara, sin apenas sutileza, la institucionalización de una indeseable hegemonía franco-alemana. Se elimina brutalmente la prima de sobrerrepresentación de los pequeños, sustituyéndola por unos criterios de proporcionalidad puros y duros, que ninguna Constitución de los Estados miembros admite ni admitiría. Se ahuyentan los principios federalistas de la representación: si la población, razonablemente, es determinante del número de escaños en el Parlamento Europeo, no tiene por qué reaparecer ese criterio demográfico, casi en los mismos términos, a la hora de componer las mayorías cualificadas en el Consejo. En Estados Unidos a nadie escandaliza que California o Tejas tengan el mismo número de senadores que Vermont o Wyoming, porque sus abismales diferencias de población ya se ven reflejadas en la Cámara de Representantes. Si se quería "senatorializar" el Consejo no ha podido elegirse peor camino. Sin llegar a la extremosidad de "un Estado, un voto" tampoco es aceptable el principio puro de proporcionalidad que se deriva de la Convención.

Además, no pueden cambiarse las reglas de juego a mitad del partido. Los nuevos miembros -salvo Polonia, medianos o pequeños- dijeron sí a la adhesión conforme a Niza. Y conforme a Niza votaron sus pueblos en sucesivos referendos. No se puede ni se debe, a escasos meses de su incorporación, mutilar tan toscamente sus expectativas.

Existen, pues, razones formales -la extralimitación del mandato- y procesales -el cambio súbito, inesperado y no consentido de las reglas- para rechazar la "propuesta Giscard". Pero aún son más contundentes los argumentos de fondo. El nuevo sistema convierte en casi mecánicas las mayorías cualificadas y las minorías de bloqueo. Se entorpece la composición de ejes variables -con grandes, medianos y pequeños- facilitada por la fórmula de Niza. Olvidémonos de eventuales alianzas mediterráneas -sin Francia, claro- o proatlánticas, como ha puesto de manifiesto en Política Exterior el analista Carpintero del Barrio. La Comisión tendrá que solicitar un informal placet previo a Alemania, para asegurarse la viabilidad de sus iniciativas. Francia y Alemania parecen querer convertir las "cooperaciones reforzadas" que, según Niza, son un "último recurso cuando no se hayan podido alcanzar los objetivos de dichos Tratados por medio de los procedimientos pertinentes" (artículo 43 de Tratado de la Unión Europea), en el procedimiento ordinario de la acción y el progreso europeos. Las diferentes velocidades que se seguirían de la cooperación reforzada debilitarían la cohesión, justamente cuando la entrada en aluvión de los nuevos socios, mucho más retrasados en desarrollo y renta, más requeriría fortalecer los factores de cohesión y solidaridad.

De suerte que Aznar, en su incomodísimo papel de aguafiestas, es quien más eficaz y contundentemente está representando el interés general europeo de ahora y del futuro. Sé que esta afirmación resultará inadmisible para el fundamentalismo anti-Aznar de aquellos a quienes basta que determinada tesis sea defendida por el presidente del Gobierno -así se trate de la ley de la gravedad- para considerarla reaccionaria y perversa.

Pero mucho más reaccionaria y perversa, y frontalmente contraria a la historia de la construcción europea, es la afirmación del intolerable señor Villepin de que "mejor no tener una Constitución que tener un mal compromiso". Con buenos, malos y medianos compromisos se ha hecho Europa a lo largo de medio siglo. Y la frase del ministro galo de Asuntos Exteriores, evocadora de aquel triste trance de la silla vacía, viene a dar la razón a aquellos maliciosos que, sin duda injustamente, dicen que el drama francés consiste en que dejaron de ser una gran potencia hace varias décadas, pero se resisten admirablemente a reconocerlo.

Gabriel Cisneros es diputado del Partido Popular y formó parte de la ponencia que elaboró el proyecto de Constitución europea.

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