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Reportaje:REPORTAJE

El segundo exilio saharaui

Amaya Iríbar

Salma tiene 11 años y una fotografía antigua. En ella se ve a su padre cuando era un niño, sonriendo, el mar a la espalda y rodeado de árboles frondosos. "Mira qué bonito es", dice en español en la jaima del campamento de Esmara, rodeado de piedras y arena del desierto argelino, en la que vive junto a sus siete hermanos y sus padres. Lo que se ve en la foto es el Sáhara Occidental, un territorio que no conoce y del que fueron expulsados sus padres en 1976.

Con el proceso de paz estancado desde hace años, tal vez este niño saharaui tenga más posibilidades de volver a España en los próximos años que de pisar la antigua colonia española, hoy ocupada por el ejército marroquí. De hecho ya estuvo en Letur (Albacete) en verano, dentro del programa Vacaciones en Paz, del que se benefician cada año entre 9.000 y 10.000 niños, calcula Abidin Bucharaya, delegado del Frente Polisario en Castilla-La Mancha.

Unos 200.000 saharauis de los campamentos dependen de la ayuda humanitaria para vivir. "La ONU tiene censados 155.430, pero somos más", explica Mohyeddu
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Salma es todavía demasiado pequeño para abandonar los campamentos, pero miles de adolescentes que, como él, nacieron como refugiados han vivido un segundo exilio desde que estalló el conflicto con Marruecos. Es un viaje que empieza tras el segundo curso de secundaria, el grado más alto que ofrecen las escuelas saharauis, e incluso antes y que les lleva durante más de 10 años, hasta que acaban la Universidad, a cientos o miles de kilómetros, a Argelia, Libia, España y hasta Cuba.

Dadadh está a la mitad de ese camino. Este adolescente de 15 años abandonó hace cuatro y medio el campamento de El Aaiún -los cuatro asentamientos llevan nombres de poblaciones del territorio que reclaman sus moradores- para vivir en Daimiel (Ciudad Real), donde ya había pasado dos veranos. Bastó el acuerdo de ambas familias y la autorización del Gobierno saharaui.

Desde entonces, Dadadh no había vuelto a ver a sus padres ni a sus tres hermanos -dos más murieron en la guerra con Marruecos, que se prolongó 15 años, hasta 1991-. El contacto con ellos consiste en una llamada telefónica cada dos semanas, si las líneas lo permiten.

En diciembre volvió al desierto por una semana de la mano de su padre español, Francisco Moreno, quien con la ayuda de Caja Madrid, la empresa para la cual trabaja, y de sus empleados compró y envió cuatro ambulancias todoterreno a los campamentos. Moreno, con dos hijos en la veintena, asegura que Dadadh es un chico callado, "un buen chaval" que se ha adaptado bien a la vida en España.

El adolescente no tiene mucho que ver con el niño que salió de los campamentos. Ha crecido mucho, "habla árabe como un sueco español", dice cariñoso Bucharaya, "juega de portero en un equipo de fútbol de Daimiel y es forofo del Real Madrid".

Tal vez por eso los nervios empezaron días antes de volar hasta Tinduf (Argelia), el aeropuerto más cercano a los campamentos, a una veintena de kilómetros. El viaje siempre es complicado porque los vuelos no son regulares y casi siempre hay que añadir un incómodo trayecto por la única carretera que atraviesa los asentamientos y los baches del desierto. Los kilómetros son sólo parte del problema. El resto es burocrático. Para entrar y salir sin problemas, los saharauis viajan con pasaporte argelino. En el caso de Dadadh, la tramitación se ha alargado tres años y ha sido paralela a la obtención de la tarjeta de estudiante que acredita su residencia en España, explica Francisco, y que tiene vigencia por un año.

La casa de Dadadh se parece poco a la que dejó. Ni sus hermanos, que hoy tienen 18 y 25 años, y hermanastro, de 36. "Me sorprende cómo ha cambiado todo. Hay más casas, luces en todas ellas, más dinero, y hasta visten distinto", comenta de vuelta en España. En los últimos años, las jaimas, las tiendas que dan cobijo a los nómadas del desierto, se han convertido en una habitación más de cada casa. Éstas son de adobe y suelen distribuirse en tres estancias que, unidas a la jaima, encierran un pequeño patio. La mayoría cuenta con placas solares y no son tan raras las televisiones. A pesar de ello, el agua sigue llegando en bidones, y los 200.000 saharauis de los campamentos dependen de la ayuda humanitaria para vivir. "La ONU tiene censados 155.430 beneficiarios, pero somos más", explica Nayib Mohyeddu, de la Media Luna Roja.

Volver al desierto

Una generación entera de ellos ya sabe lo que es volver al desierto tras años de exilio estudiantil, con los consiguientes problemas de integración. Se van como niños del desierto y vuelven como jóvenes urbanitas. Los cubanos dominan el sistema sanitario. Como Mohamed, que trabaja en el hospital de Esmara (campamento). Nació en 1978 en los campamentos y desde los 10 años hasta hace dos vivió en Camagüey. Empalmó el regreso con ocho meses de mili y luego con su actual trabajo. Está deseando emigrar: "Lo que hago aquí no tiene nada que ver con lo que aprendí. Me iría mañana mismo a cualquier lugar donde pudiera trabajar", asegura con acento cubano. Su colega, el enfermero Salma, que volvió de Cuba un año antes, sin embargo, no quiere salir del Sáhara nunca más.

Jóvenes saharauis, en uno de los campamentos instalados en Argelia.
Jóvenes saharauis, en uno de los campamentos instalados en Argelia.AMAYA IRÍBAR

La mayor distracción: las caravanas solidarias

LOS CAMPAMENTOS tienen poco que ofrecer a estos jóvenes. Muchos de sus habitantes no trabajan; las comunicaciones son difíciles; la agricultura, prácticamente imposible, aunque existe un proyecto de la Junta de Extremadura en marcha; la ganadería consiste en algunos camellos y muchas cabras que se alimentan de plástico y cartón, y el comercio es prácticamente inexistente. La mayor distracción son las caravanas solidarias que llegan cada cierto tiempo (en diciembre había más de mil españoles de visita). Y luego está el siroco, el viento del desierto que hace que la arena se meta en las casas y en las bocas, se caigan las líneas telefónicas de los locutorios y deje a la mayoría en sus casas.

Muchos días pasan entre largas sesiones

de té y visitas a familiares y amigos. "Lo peor es el aburrimiento", asegura Mafud, primo del niño Salma, profesor educado también en Cuba vuelto

en 1999. La generación anterior lo tuvo peor.

Le tocó ir a la guerra.

Bucharaya calcula que 1.800 jóvenes de todas las edades están hoy en Cuba, y "muchos más", en los Estados árabes vecinos a los campamentos, todos ellos seleccionados por las autoridades. Con España no hay un programa establecido, explica el delegado del Frente Polisario, quien no da una cifra de cuántos jóvenes saharauis se han quedado allí, y subraya que "la mayoría de ellos tiene problemas médicos, y cuando se solucionan, regresan" al desierto.

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Sobre la firma

Amaya Iríbar
Redactora jefa de Fin de Semana desde 2017. Antes estuvo al frente de la sección de Deportes y fue redactora de Sociedad y de Negocios. Está especializada en gimnasia y ha cubierto para EL PAÍS dos Juegos Olímpicos y varios europeos y mundiales de atletismo. Es licenciada en Ciencias Políticas y tiene el Máster de periodismo de EL PAÍS.

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