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Análisis:CICLISMO | La desaparición del último gran escalador
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Aplastado por su mito

Santiago Segurola

El último de los grandes escaladores ha muerto en un hotel junto a la playa de Rímini, en febrero, solo, en una habitación a la que nadie tenía acceso porque hacía tiempo que Marco Pantani había entrado en una espiral depresiva. Ya no era el ciclista jovial y expansivo que tomaba el ciclismo al asalto. Era un hombre abrumado por el peso de los escándalos sobre su leyenda de escalador irrepetible. Murió entristecido, adicto a los ansiolíticos, definitivamente cerca del final de su carrera profesional, una de las más intensas que ha dado el ciclismo en las últimas décadas.

Hay algo de extravagante en los escaladores de pura raza. Son ciclistas fuera de una época que privilegia a los corredores completos, marciales, autómatas. Un escalador en estado puro es otra cosa bien diferente: un anarquista emboscado, un individualista feroz que no se resigna a aceptar los códigos colectivos. Eso era Pantani; eso era Chava Jiménez. Los dos han sido escaladores singulares, incomprendidos y admirados. Los dos han muerto casi a la vez, en circunstancias muy parecidas, como si pusieran fin a una época y a una manera de hacer en el ciclismo. Este tiempo no les pertenecía.

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Sin embargo, es en Pantani, y en mucha menor medida en Jiménez, en quienes se depositaba la esperanza de la aventura sublime. Puede que Indurain, o Armstrong, o Ullrich, hayan determinado el tipo de corredor al que aspira cualquier equipo que pretenda el éxito. Corredores fiables y precisos que manejan las carreras como mariscales, pero que rara vez convocan a la imaginación. Ganan militarmente, apoyados por equipos diseñados para evitarles cualquier debilidad, si es que alguna vez la tienen. Pantani no era de esos. No podía serlo. Ligero como una voluta de humo, acudía a las carreras con un hándicap devastador. Concedía a sus rivales una semana de ventaja, o lo que es igual: seis, siete, ocho minutos en la clasificación general. Los perdía en las largas etapas iniciales del Tour, en las agitadas carreteras cercanas a Bélgica, en las largas planicies azotadas por el viento que conspira contra los corredores livianos, en las crudas contrarrelojes que manifiestan todas las carencias de todos los pantanis que ha visto el ciclismo. Poco importaba. El desafío de Pantani, el reto que fascinaba a la gente, comenzaba con la primera gran escalada, en los Alpes o en los Pirineos, en los Abruzzos o en los Dolomitas. Y entonces entraba en acción el escalador colosal.

El Pirata le llamaban, no tanto por la bandana que ocultaba su calvicie, sino por su capacidad para sembrar el pánico en el pelotón. Pocos ciclistas han sido más generosos con el espectáculo de las carreras. Y pocos han estado más cerca de equilibrar con su grandeza como escalador las limitaciones que le aquejaban en otras vertientes. Con Pantani se produjo lo impensable. En los tiempos del ciclismo biónico, este ligero francotirador fue un legítimo aspirante a ganar el Tour y el Giro. De hecho, ganó las dos carreras en el mismo año, en aquel memorable 1998, antes de que comenzara el calvario que terminó el sábado en una habitación de un hotel de Rímini.

La gente quería a Pantani, quería su estilo, quería al ciclista heterodoxo que sacaba al ciclismo de la rutina. La gente quería magia, y Pantani la entregaba en dosis masivas. Era imparable en las escaladas y no especulaba con ese don. Sus ataques tenían un aire grandioso, apenas reservado para mitos como Bahamontes o Charly Gaul. Él pertenecía a esta escasa raza de elegidos, sólo que en una época bien diferente, en una época que directamente le rechazaba. Había nacido con 30 años de retraso. Esa singularidad multiplicaba su capacidad de fascinación. Pero la singularidad exige la máxima pureza. Los aficionados quieren creer en un ciclista insólito, no contaminado por la trampa, un genio santificado por la naturaleza y no por la química. Por eso, Pantani alteró su mito. Porque también necesitaba doparse para vencer. Pocas noticias en el deporte produjeron más tristeza que el análisis positivo de Pantani en el Giro de 1999. Otros ciclistas podían trampear, mentir, ¿a quién le importaba realmente el futuro de corredores sin huella? ¿Pero Pantani? Él tenía el rango de héroe; él era más que un ciclista. Pantani ya estaba en el imaginario colectivo como el campeón de los escaladores, el hombre que remitía al lado romántico del ciclismo. A la pureza, en fin. Contra esa idea, quizá ingenua, conspiró Pantani. Contra el mito que había creado. Esa traición de carácter moral le destruyó.

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