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Reportaje:

El mito y el rosario de la aurora

Preguntado por su grado de compromiso político dentro de la todavía incipiente democracia española, Tàpies afirmaba que continuaría "buscando una cierta pureza desinteresada en el sentido de intentar ver las cosas como si fuera el primer día, prescindiendo de dogmas. Me inclinaría hacia la línea de sabiduría general, esa especie de filosofía perenne que nos han enseñado los grandes sabios y que coincide con muchas actitudes revolucionarias. Pienso, como Huxley, que de Isaías a Marx, todos los profetas han hablado con una sola voz" (Cuadernos para el Diálogo, junio de 1976). A la luz de esta afirmación, se hace imprescindible subrayar con trazo muy fino las afirmaciones que sobre la obra de Tàpies se vierten en el catálogo que acompaña a la exposición retrospectiva en el Macba. Pues, de vez en cuando, resulta saludable contemplar la sombra de una duda sobre el inviolado perfil de los grandes artistas, aquellos faraones de la modernidad que guardaron sus tesoros repletos de miserias y grandezas en las catacumbas de la Historia y que el tesón de la arqueología crítica ha contribuido a airear. Ocurrió con Picasso y Miró. A Dalí ya hace mucho que le están ajustando la barretina -aunque un año de gloria sirva de muy poco frente a aquel "¡olé!" sangriento que le dedicó a Lorca-. Ahora es el turno de Tàpies, en una prospectiva de su obra que va desde el "rosario de la aurora" (Tàpies dixit) que fue el movimiento Dau al Set hasta su repetitiva obra última, pasando por su taoísmo y su obsesión por la expresividad de la textura de las obras pintadas.

"Me parecía que lo que yo hacía era una forma de escupir en la cara de todos los biempensantes"
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Mi Tàpies particular

Antoni Tàpies nunca fue un genio. Genio es una palabra con demasiado juego como para no albergar la idea de un ser virtuoso y a la vez bufón, un ser brillante y de fuerza indestructible, pero también corroído por sus propias flaquezas. Picasso lo fue. Miró nunca gozó del intolerable engreimiento de Dalí, tampoco fue lo que Pollock al whisky o Rothko a cortarse las venas. Sin embargo, Tàpies ha conseguido conjugar el reproche que una vez le hizo Picasso a Miró -¿todavía sigues casado con la misma mujer?- y su obsesión por la gloria. Pero lo que para Picasso fue gloria universal -conseguida a base de saber avanzarse a su tiempo- en Tàpies ha resultado ser gloria local. O mejor, se podría afirmar que en su obra se hace evidente el deseo de ser ultralocal. ¿Lo ha conseguido? Queda para sus panegiristas analizar la verdad o no de sus alineamientos con Isaías o con el realismo de Marx y Engels: "Todos los forjadores de ídolos son nada / y sus favoritos no sirven de nada / y son testigos ellos mismos, no ven nada, / no saben nada para vergüenza suya" (capítulo 44 del profeta). A lo que Marx, en un salto sin red de la metafísica a la política, podría añadir que lo contrario de la vida no es la muerte, ni lo inanimado ni lo mecánico, sino la mercancía, ese enigma, ese jeroglífico social que constituye una especie de doble falsificación, de envoltorio material del trabajo vivo, algo así como un fetiche que aúna los caracteres opuestos de abstracción y figuración.

Análogamente para la retros-

pectiva de Tàpies en el Macba, parece que algo tan freudiano como la vida como realidad ha hecho que desde el mismo catálogo se haya exorcizado el antagonismo entre las pulsiones del artista, ancladas en un sistema puramente pictórico orientado a la satisfacción del placer en una relación casi religiosa con la pintura y las restricciones que a dichas pulsiones impone un posicionamiento político, lo cual reprimiría todo lo que no estuviera de acuerdo con su estética. Frente a tales argumentos, es posible llegar a ver en el trabajo de Tàpies al artífice de una nueva objetextualidad, el artista que "abandona la realidad estática y exterior que había caracterizado el arte y la literatura occidentales para aproximarse a una realidad que habría de derribar sus propios límites, en la que forma y materia se confundiesen" (Manuel Borja-Villel). Mientras Alexandre Cirici ve en su pintura de principios de los cincuenta una ósmosis violenta (la transverberación de santa Teresa) y Cirlot la lleva hasta la "disgregación y la disolución", Valeriano Bozal tiene para sí que Tàpies "nos enseñó a ver la belleza de materiales, objetos y aspectos para los que habíamos sido habitualmente ciegos". Algo que también observa John Yau, para quien Tàpies, como Johns, "hace que el espectador tenga que desarrollar un lenguaje sensible a algo nuevo bajo el sol". Michel Tapié ve en sus torsos, puertas y paisajes "actos de amor o sacrilegios blasfemos"; y Serge Gilbaut, a propósito de la serie de los ochenta Celebración de la miel, contempla la utilización del barniz, el material de la pintura académica por excelencia, como algo perverso.

La última parte del catálogo es una transcripción de la mesa redonda que hace unas semanas reunió a Manuel Borja-Villel, los críticos Xavier Antich y Carles Guerra y los artistas Antoni Llena, Antoni Mercader y Pedro G. Romero. El director del Macba se interroga sobre si la obra de Tàpies es el caso de una obra "mallarmeana, indecible por tanto". Llena asegura que "la materia pictórica libera cosas que ni él mismo conoce, cosas que no se dejan decir del todo porque remiten simultáneamente a realidades opuestas". Para Pedro G. Romero, en su obra, "lo político se sacrifica para apuntalar la poética. Tàpies nunca ha tenido un problema en desplazarse más allá de su propia obra, del propio cuadro, del propio lenguaje, hacia arriba, en dirección a la alta cultura y lo trascendente. En cambio, sí que le ha causado muchos problemas desplazarse hacia abajo, hacia la suciedad del mercado y de lo político. Es importante preguntarse cómo el artista pretende liberarse del peso de la historia, del peso de la memoria personal y por qué esa obsesión por inscribirse dentro de la tradición. Él es consciente de que se ha convertido en un icono social y cultural".

Llena va más allá: "La pintura

de Tàpies siempre es política porque en su materia está inscrita la condición humana. En su obra cohabitan muchos tàpies, cuando creemos estar saturados de su obra y no poder soportarla más, entonces descubrimos una faceta nueva que nos reconcilia con ella". Romero replica: "¿Cómo pueden funcionar los mitos y cómo éstos pueden quedar fuera del lenguaje que uno crea?". Guerra añade que sería "un error interpretar su disidencia a partir de sus silencios". Y Antich cree que "la obra de Tàpies se contradice a sí misma de forma continua, recurre simultáneamente a una estrategia de construcción y de borrado, de afirmación y negación". Finalmente, Mercader recordó cómo al artista le interesó presentar el arte conceptual catalán "como una etiqueta, y nada más", refiriéndose a los encuentros de Banyoles (1973) y a los jóvenes artistas del Grup de Treball.

Puede que lo que mejor defina la estética de Tàpies sean sus propios argumentos a la hora de justificar la introducción de nuevos materiales en su pintura: "Me disgustaba la tópica calidad de la pintura al óleo, con todo lo que representaba del mundo clásico aceptado y creído de sí mismo. Me parecía que lo que yo hacía era igualmente una forma de escupir en la cara de todos los biempensantes" (1977). Pues eso, el esputo, el gusano aplastado de Bataille, lo informe. Y la escatología catalana.

Antoni Tàpies. Retrospectiva. Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba). Plaza dels Ángels, 1. Hasta el 9 de mayo.

'Personatge amb gat' (1946), de Tàpies.
'Personatge amb gat' (1946), de Tàpies.

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