Un vivísimo rincón del universo
Aunque está amenazada por rasgos que podrían llevarla a ese pantano, no es El abrazo partido la película estancada y balbuciente de un cineasta casi novato. Por el contrario, su secuencia es recia, ágil y deja ver dentro de ella una libertad de movimientos imaginativos y una elocuencia que brota más de la imagen que de la voluntad del imaginador, lo que es signo de cine adulto. Es obra de un cineasta joven pero osado y brillante, que mueve su cámara con rara soltura en recovecos resbaladizos y comprometedores de su oficio.
Aquí tenemos noticia del joven cineasta argentino Daniel Burman gracias a una extraña comedia titulada Todas las azafatas van al cielo, de la que saltan chispas de ingenio y originalidad, pero me temo que con frecuencia aguadas por la sobreabundancia de ocurrencias de un escritor y director en exceso pagado de sí mismo, que tiende a cercar la libertad del intérprete encerrándolo en el corsé del encuadre y a maniatarle y luego sacarle con fórceps frases y réplicas que son más escritas por el autor que dichas por el actor. Y si en Todas las azafatas Burman fuerza a los personajes a ser en exceso obras suyas, en El abrazo partido es él mismo, en cuanto director y escritor, quien es obra de sus personajes. Y de esta inversión brotan incontenibles la gracia y la vida.
EL ABRAZO PARTIDO
Dirección y guión: Daniel Burman. Intérpretes: Daniel Hendler, Adriana Aizemberg, Sergio Boris, Jorge D'Elia, Diego Korol, Norman Erlich, Rosita Londner. Argentina, 2004. Género: comedia. Duración: 93 minutos.
Nos mete Daniel Burman en un rincón de tenderos pequeño burgueses de la judería de Buenos Aires. Su creación de este rico ámbito escénico se materializa en una caza minuciosa y astuta de las idas y venidas de alrededor de una decena de tipos y personajes con su vida amarrada a ese superpoblado escenario. De este continuo de cruces y zigzagueos de gentes con los pies inquietos sobre su palmo de tierra surge un vuelo colectivo sereno e inteligente de cine absorbido, por no decir enamorado, de esas gentes que, procedentes de su zona escondida, entran y salen de la pantalla, de la zona evidente de la imagen, y en ella se mueven como en su casa, mostrando en cada rincón del rincón que son gente de allí y conocen al dedillo las leyes de comportamiento que este signo de origen imprime en sus gestos y sus réplicas verbales y gestuales.
Todo tiene jugo de conocimiento y de exactitud en este delicioso (y más amargo de lo que a primera vista parece) contrapunto de personas que -aglutinados por el hilo conductor de Daniel Hendler, que borda la delicada combinación de luces y sombras de un muchacho en perpetuo conflicto consigo mismo- Burman nos da a conocer, con presencias fugaces tan eminentes como la abuela y la madre del muchacho, o la rubia ligona y el escurridizo hombre del pelo blanco que la acompaña, o más y más gentes e instantes de este confortador ejercicio de cine libre y de alta pureza, que sitúa a su creador en el camino de una primera plenitud.