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Reportaje:60º ANIVERSARIO DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Sables, casullas y hambre en España

Con mucha hambre y procesiones sin cuento: así recibió España la noticia de que Adolf Hitler había muerto en la cancillería de Berlín, "luchando hasta el último momento contra las fuerzas comunistas", como titulaba Abc el 2 de mayo de 1945. Hambre por la desastrosa autarquía económica, que hundió la producción agrícola, paralizó la industrial y lanzó los precios a una imparable inflación: racionamiento, mercado negro, salarios de miseria, tal era la suerte de la mayoría de los españoles. Y procesiones, porque ésa era la costumbre, reforzada por el temor a la inminente victoria de los aliados. Bailando en la cuerda floja, las jerarquías del régimen pusieron sordina a cantos imperiales, suprimieron saludos brazo en alto y buscaron refugio en los protectores brazos de la Madre Iglesia, que los acogió solícita para defender su causa ante las potencias vencedoras.

Los aliados no intervinieron, el Vaticano bendijo la operación católica y Falange no dijo ni pío
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La pauta la marcó una vez más Enrique Pla y Deniel, arzobispo de Toledo y primado de España, con una "emocionada y vibrante pastoral" en la que reafirmó "bien alto" y bien pronto, unos días después de la muerte de Hitler, que la guerra europea y mundial nada tenía que ver con la Guerra Civil española. La primera había sido "un verdadero fratricidio de la naciones europeas"; la segunda, "una verdadera cruzada por Dios y por España", un legítimo recurso a la fuerza ante "la anarquía sangrienta y comunista" en la que había desembocado el régimen republicano. Siendo así las cosas, el primado exigía que nadie se entrometiera en los asuntos internos que sólo a España afectaban.

Que nadie se entrometiera: ésa

fue la consigna. Para lograrlo había que guardarse del peligro procedente de los españoles exiliados, que daban por segura la caída del dictador. El más madrugador, Juan de Borbón, que desde Lausana había publicado en marzo un manifiesto invitando a Franco a retirarse; luego, el Gobierno de la República reconstruido en México, que pretendió obtener de la Conferencia de San Francisco el respaldo de la ONU en gestación. Guardarse también de la oposición del interior, que sacó la cabeza del hoyo en las primeras muestras de malestar, con huelgas y sabotajes duramente reprimidos gracias a la reforma del código militar que tipificaba como sedición las alteraciones del orden público. En estas circunstancias, Franco dio una vez más muestras de su astucia para servirse de las diferentes facciones en las que había sostenido desde el principio su poder. Los militares, cuya fidelidad estaba más que garantizada, consolidaron su presencia abrumadora en las esferas política y económica. El episcopado ordenó el cierre de filas en torno a su Caudillo y convenció al Vaticano de abstenerse de jugar la carta monárquica. Y Falange, que Franco se negó a disolver pero que aceptó pasar a segundo plano y guardar los uniformes en armarios, a la espera de tiempos mejores. La fórmula funcionó: los aliados no intervinieron, el Vaticano bendijo la operación católica y Falange no dijo ni pío. El 17 de julio de 1945, Franco, exaltado ahora como centinela de Occidente, guía sabio y previsor que había mantenido la neutralidad española, pronunció ante el Consejo Nacional uno de sus discursos fundamentales. España no necesitaba "importar nada del extranjero". De los sistemas universalmente aceptados para la gobernación de los pueblos sólo uno era viable: el tradicional español, la Monarquía que encarnaron los grandes monarcas en los mejores tiempos. Pero que nadie se llamara a engaño: "No se trata de cambiar el mando de la batalla ni de sustituciones que el interés de la patria no aconseje", dijo Franco, sino de "asegurar la sucesión ante los azares de una vida perecedera".

Perecer todos tenemos, pero sin prisas: el mando de Franco no podía ser interino. Para demostrarlo, a los dos días de pronunciar aquel discurso procedió a un cambio sustancial de gobierno: seis generales formaron su núcleo, arropados por distinguidos miembros de Acción Católica y sin la compañía de un ministro secretario general del Movimiento. Manuel Azaña, con su lucidez desesperada, lo había previsto desde 1937 cuando escribió que podía haber en España "todos los fascistas que se quiera, pero un régimen fascista no lo habrá. Si triunfara un movimiento de fuerza contra la República, recaeríamos en una dictadura militar y eclesiástica de tipo español tradicional. Sables, casullas, desfiles militares y homenajes a la Virgen del Pilar: por ese lado, el país no da para otra cosa". Si alguna vez esta profecía estuvo cerca de cumplirse, fue en el verano de 1945: sables, casullas y... mucha hambre: así celebró España la capitulación de Alemania y el fin de la guerra en Europa.

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