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Reportaje:MAPA LITERARIO DE ECUADOR

La constelación contra el canon

Como en otras literaturas, también en la de Ecuador la poesía experimentó la conformación de un canon, un prestigioso corpus erigido en patrón insoslayable en torno al cual ha discurrido toda nueva tentativa. Nuestra poesía vivió su gran momento entre los años cuarenta y cincuenta, con la obra de Alfredo Gangotena (19041944), Jorge Carrera Andrade (19031978), César Dávila (1919-1967) y Gonzalo Escudero (1903-1971), que trazaron un elevado horizonte retórico, convertido con los años en una suerte de límite, como lo es todo horizonte: su fuerza, de naturaleza próxima al expresionismo, su tensión extrema entre psiquis y naturaleza, entre individuo e historia, habrían de conformar un vasto espacio en cuyo interior se desarrolló buena parte de la poesía posterior, la de Hugo Salazar Tamariz (1923-1999) y El habitante amenazado (1955); la de Efraín Jara Idrovo (1926) y su Sollozo por Pedro Jara (1978); la de la primera parte de la obra de Jorge Enrique Adoum (1926), Ecuador amargo (1949) y Los Cuadernos de la Tierra (1952-1961). Aun los poetas de Quito de los años setenta y ochenta, como Julio Pazos (1944), Iván Carvajal (1948) y Javier Ponce (1948), se sitúan en aquel fructífero ámbito fundacional mencionado, desarrollando la materia histórica ya presente en Gangotena y Dávila, Salazar y Adoum, aunque ahora con la aspiración de descubrir o inventar elementos para una refundación poética de un país que sufría aún el trauma de una derrota militar y un desmembramiento territorial. Desde los libros mencionados hasta Levantamiento del país con textos libres (1983), de Julio Pazos, que obtuvo el Premio Casa de las Américas; Parajes (1984), de Carvajal, y A espaldas de otros lenguajes: memorial de un escribiente de hacienda del siglo XIX (1982), de Ponce, la poesía ecuatoriana aprovecha y desarrolla la tradición, apelando a la memoria de todos, al pasado y al presente, a una historia y una geografía aterradora, recuperándolos, con la voluntad de imaginar el futuro.

Junto al canon se expande cada vez más una constelación iconoclasta
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Ese horizonte poético, siendo un logro, acaso el más alto de la poesía ecuatoriana, fue y es, repito, un límite: el canon andino así constituido ha ahogado los intentos de poblar otros territorios para la poesía en Ecuador. Fuera de ese ámbito, y por tanto libre del peso autoritario de una historia y una geografía abrumadoras y sofocantes, han tenido lugar tentativas quizá no siempre maduradas completamente, pero en todo caso vigorosas, que fueron condenadas a la marginalidad. La mayor voz disidente de la gran tradición andina fue la del vanguardista Hugo Mayo, levantada desde Guayaquil, pero su obra solitaria se perdió en la turbia atmósfera de una ciudad ya entregada a la especulación y el mercadeo. La poesía no tuvo la suerte de contar con ese puente que fue para la narrativa la obra adelantada de Pablo Palacio, que desde su lejanía cronológica (su obra es de los años treinta) y mental (murió hundido en la locura) señaló direcciones para la renovación emprendida por los novelistas y cuentistas de los años setenta y ochenta. Los intentos en poesía habrían de continuar entre las décadas de los cincuenta y los setenta a lo largo de todo el país, con el coloquialismo existencial de Carlos Eduardo Jaramillo; la lírica de Agustín Vulgarín en El Ballet de las Moscas; la antipoesía de Euler Granda y Edgar Ramírez Estrada; la poesía social del grupo los Tzanzicos ("reductores de cabeza"), de Ulises Estrella, Humberto Vinueza y Raúl Arias, especialmente; la poesía de la negritud de Antonio Preciado, y el coloquialismo melancólico y rítmico de Fernando Nieto Cadena, radicado en México. Fueron tentativas frescas, que procuraban un nuevo vocabulario y nuevos ritmos pero carecían de una prosodia y una sintaxis capaces de rebasar las fronteras marcadas por los cuatro fundadores de nuestra tradición: Gangotena, Carrera, Dávila y Escudero, convertidos ya en nuestros clásicos. Ese proceso, en cuya propulsión yo mismo tomé parte, cobró mayor fuerza a mediados de los años ochenta y dura hasta hoy. Creo que algunas referencias de entonces son Cuchillería del fanfarrón, de Fernando Balseca, que en 2003 publicó A medio decir, así como Celebridades, de Edwin Madrid, autor que en 2004 obtuvo el Premio Casa de América con su libro 44 ecuatorianas.

En la poesía ecuatoriana actual encontramos pues una poesía ligada a la tradición y el canon, al que se refuerza y se renueva, que se afinca ahora en la individualidad y confía aún en el poder autónomo de la palabra, a la que no asigna una función utilitaria. Uno de sus vehículos es la revista País Secreto (título que por sí mismo dice mucho: era el de un libro de Jorge Carrera Andrade, uno de los forjadores de nuestro canon, como hemos dicho), de Quito, cuyo director, Iván Carvajal, en un verso de su último libro, La casa del furor (La Poesía, Señor Hidalgo, 2004), dice: "Con poco que una palabra / precipite en su gravedad / sobre la espesura... combaría entero al árbol / tras de la rama / en la noche del pensamiento". Del mismo tronco parece surgir el cultismo de insinuaciones neobarrocas, de innegable calidad, de Alexis Naranjo (1948), Galo Torres (1962) y Cristóbal Zapata (1968). No muy lejos se encuentra un poeta como Roy Sigüenza, que frecuenta la lírica con registros diversos, pero escribe, con gran tensión, en La hierba del cielo: "las crines azotan un cuerpo ciego cuatro caballos en la vía una mancha de pavor los cascos duros como gritos como gritos es tu muerte". Un punto extremo en esta poética del sujeto en crisis es alcanzado por Jorge Martillo, en Fragmentarium y Vida póstuma: "Escribo contra una pared que es como un cielo" y "El tiempo cabecea / sangra como un gallo mutilado".

Al frente de este gran árbol de

la tradición hay una amplia y gozosa constelación poética, en la que sería difícil identificar tendencias: desde la sensualidad amatoria de María Fernanda Espinosa (1962) y Margarita Laso (1961) (un erotismo también presente en Zapata y Sigüenza) hasta los inteligentes juegos de una ironía del desarraigo de Sonia Manzano (1947); desde la festiva poética de lo cotidiano de Edwin Madrid (1961) hasta el retorno a la lírica, versátil y utópica, de Diego Velasco y su proyecto utópico (compartido con Alfredo Pérez y Pablo Yépez) de la editorial K-Oz; desde la poesía indígena, que se empieza a escribir ahora, y en la que destaca ya Ariruma Kowii, hasta los poetas veinteañeros que indagan en lo lúcido y lo cibernético. Mención especial merece Miguel Donoso Pareja (1931), un novelista, cuentista, memorialista y poeta de gran influencia en la nueva literatura, cuya obra quizá refleje la experiencia espiritual más intensa y rica vivida por un escritor ecuatoriano en esta época. Así pues, la poesía actual es un territorio en que el canon se mantiene vivo, ratificándose y enriqueciéndose, caso tal vez único en las literaturas latinoamericanas, lo que podría explicar su aislamiento, ostensible en su falta de presencia en la mayoría de las antologías de las últimas décadas.

Niño, en una peluquería de Ecuador.
Niño, en una peluquería de Ecuador.JOAN GUERRERO

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