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Reportaje:MOZART, 250 AÑOS DESPUÉS

Música para las fieras

Decía en este periódico el escritor Eduardo Mendoza que lo que más le gusta de la música de Mozart es "la música". A mí también. La verdad es que a esa escueta declaración de Pero Grullo no habría nada más que agregar, porque la música de Mozart está toda ella hecha de música, y de nada más. No hay ahí literatura (ni siquiera en las óperas), ni religión (ni siquiera en las misas), ni sentimentalismo (ni siquiera en las serenatas), ni virtuosismo (ni siquiera en los conciertos para piano). La música de Mozart es una música fabricada de música pura y desnuda. Es sólo música. Recuerdo unos versos de Darío: "Era un aire suave / de pausados vuelos...". Pero con esto no quiero decir que Mozart sea "poético". Sino que es aéreo, ingrávido, límpido, luminoso. Abstracto. Sus construcciones sonoras son una especie de caja escénica mental en la que pueden caber las emociones que ponga quien las escucha o quien las interpreta: lo carnal, lo cínico, lo erótico, lo mágico, lo político. No es necesario que las óperas sean óperas ni que las serenatas sean serenatas: pequeñas músicas de noche. Pueden ser nocturnas, diurnas o crepusculares, solares o lunares. Son música: nada más ni menos. Sorprende la anécdota del emperador José II, que en lo suyo no era ningún tonto, y que le reprochó un día a Mozart que pusiera en sus obras "demasiadas notas". El compositor respondió con sencillez: "No hay más que las necesarias".

La música de Mozart es natural. Por eso les gusta a todos, nos gusta a todos, a los niños, a los trompetistas de jazz, a los salvajes...
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Un músico para la felicidad

Ya no era Mozart un niño por entonces, aunque sigamos siempre guardando de él la imagen del prodigio de circo que componía minuetos a los cuatro años y a los cinco daba conciertos de clavecín llevado por su padre como un mono amaestrado por las cortes de Europa. No era un niño, sino un hombre de treinta años: pero seguía teniendo la inflexible seriedad infantil (su padre, Leopoldo, le escribe en una carta: "Cuando niño eras serio, y no infantil") que le daba los arrestos para llevarle la contraria al amo de media Europa. Como aquel otro niño que, en un cuento famoso, le dijo al emperador (a otro) que en su hermoso traje nuevo iba desnudo.

Las notas necesarias, las notas suficientes: ni sobran, ni faltan. La sencillez mozartiana es, sin embargo, engañosa: no hay nada más exquisitamente complejo que esa música en apariencia elemental y simple. No es un mero azar de justicia poética que la primera ópera a la italiana compuesta por Mozart (a los doce años) se llame La Finta Semplice: la falsa simple, la tonta fingida. Finto: lo fingido, lo que no es real pero pretende serlo. Semplice: lo no complicado, lo fácil, sin rebuscamiento ni afectación. Lo natural. Complejo, pero natural. Se ha dicho de la música de Mozart que es sobrenatural: angélica, recibida del cielo como un don de luz, o diabólica, comprada por un pacto fáustico con el diablo.

Pero lo que es en realidad (y de ahí el incesante asombro que dura ya 250 años) es lo contrario: natural. Por eso les gusta a todos, nos gusta a todos. A los niños, a los cantantes de ópera y a los trompetistas de jazz, a los salvajes, a los pasajeros de ascensor habituados al "hilo musical", a los fetos en el vientre de sus madres, a sus madres, a los que carecen de oído para la música, a los sordos, e inclusive al emperador José II de Austria. Hay compositores, como, digamos, Beethoven, cuyo poderío tremebundo espanta y enloquece, según dicen, a los elefantes. Un cuarteto de Mozart, por el contrario, los pone a seguir la melodía con un dulce balanceo de la trompa. Y las vacas dan leche más abundante si en el establo les ponen la Sinfonía Júpiter. Y las gallinas ponen huevos más perfectos al son de La flauta mágica. La música de Mozart se puede escuchar, se puede tocar, se puede silbar, se puede cantar, se puede bailar. Es como la del flautista de Hamelin, que hechizaba en un mismo deleite a las ratas y a los niños. Como la de la lira de Orfeo, que, en las narraciones de la mitología, apaciguaba a las fieras y resucitaba a los muertos.

Naturalidad, espontaneidad. Parece surgir sin esfuerzo, como brota el agua de un manantial. Mozart exhala música. Pero ella es a la vez fruto medido, calculado, construido, a un tiempo sonoro y espiritual, con una mezcla inextricable de inspiración y de trabajo. Decía el poeta Luis Cernuda que Mozart "es la música misma", y en un primer momento la definición parece acertada; pero luego ya no: suena enfática, y Mozart nunca es enfático. Es, por el contrario, la falta de énfasis. La falta de solemnidad: no la hay ni siquiera en la grandiosa Misa solemne, ni en el profundo pero sereno Réquiem, que trata con la Muerte sin aspavientos, de igual a igual. Seriedad, sí: toda la seriedad del mundo. Y limpidez. Y alegría, claro: irreprimible, insolente alegría. La de Mozart es, de cabo a rabo, una música a la medida del hombre.

Y -como decía un turista asombrado ante los frescos de la Capilla Sixtina- "toda hecha a mano".

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