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GRANDES REPORTAJES

Niños entre rejas

Unas 200 mujeres viven con sus hijos en las cárceles españolas. A pesar de los esfuerzos para que los niños no noten nada raro, muchas se debaten en el terrible dilema de qué es mejor para sus pequeños: tener a su madre cerca o sentir la libertad y la sociedad. Hemos hablado con 19 de ellas

Beatriz Martínez hizo lo que hizo en 1998. Hasta tres años después no hubo juicio, y el Supremo tardó otros cuatro más en confirmar la sentencia. El día que por fin la policía se presentó en su casa para que pagara aquella deuda antigua se la encontró tendiendo la ropa. Beatriz era ya otra mujer. Había abandonado a su anterior marido, un heroinómano que la breaba a palos, y sacado adelante a sus dos hijos, un niño de ocho años y una cría de cinco. Tenía una nueva pareja, trabajaba de camarera en Málaga y estaba cumplida de su tercer embarazo. El 8 de febrero de 2005, siete años después de aquel angustioso vuelo entre Cartagena de Indias y Madrid con medio kilo de cocaína escondido en su cuerpo, Beatriz ingresó en prisión. A los nueve días nació César. Ya han pasado juntos 16 meses de condena.

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Verónica Gabriela Albarracín tiene 31 años, es argentina y también está presa en el módulo de madres de la prisión de mujeres de Alcalá de Guadaira (Sevilla). Tiene un embarazo precioso y una duda que la corroe desde hace semanas. No sabe si cuando dé a luz a su niña se la quedará con ella en prisión o le pedirá a su madre que la críe en libertad. "Estos días", dice Verónica, "me debato entre dos barbaridades a elegir. Si la barbaridad de un niño en prisión o la barbaridad de un niño sin su madre. Le sigo dando vueltas, pero hoy por hoy creo que mi hija no tiene que estar cautiva por el error que yo cometí". Verónica tuvo a su primera hija con 15 años, a la segunda con 18 y al tercero con 20. Se quedó viuda con 26. Ahora se confiesa enamorada de Sebastián, un gaditano al que la policía sorprendió conduciendo una furgoneta con 1.000 kilos de hachís. Las conversaciones telefónicas la implican también a ella. "Él me metió en este lío, pero yo no le guardo resentimiento".

Concha Yagüe conoce bien a esas mujeres y sabe de la angustia que llevan pegada al cuerpo. Desde hace 15 años dirige la cárcel de Alcalá de Guadaira. "Las mujeres", dice, "sufren más la prisión que los hombres. Ellas se traen todas las tragedias de casa. La preocupación de que un niño que está fuera esté enfermando; que tengan que operarlo y ella no pueda estar con él; que esté fallándole en el colegio, empezando a tener malas compañías o tonteando con las drogas. Dos mujeres me han llegado a contar que sus hijos estaban entrando de sicarios en una organización criminal, y que ellas, desde tan lejos, no podían hacer nada". Suelen ser extranjeras, gitanas o vecinas de bloques donde, si algún día hubo luz en el descansillo, hace ya mucho que la bombilla está fundida. "Mujeres sin formación", añade Concha Yagüe, "y con mucho maltrato a sus espaldas. Primero les pegaron sus padres; luego, sus maridos. A muchas de ellas, cuando entran en prisión, no las viene a ver nadie". De los 54.600 presos que hay en España, 4.400 son mujeres. De ellas, más de 200 viven con sus hijos en la cárcel. La legislación actual les permite tenerlos hasta que cumplen los tres años.

Daniel no es una excepción. Llegó a la prisión de Alcalá de Guadaira en el vientre de su madre, Ana Utrera, condenada a nueve años por un delito contra la salud pública, que es el nombre penal del tráfico de drogas. Ahora, Daniel tiene tres años y dos meses, y está a punto de salir. Le han dejado quedarse dos meses más para respetar el fin de curso, pero ahora su madre se tendrá que conformar con verlo una hora cada semana o cuatro juntas al mes. "Yo soy muy alegre", dice Ana, "pero ahora estoy mal, muy mal. Tengo otro hijo con siete años fuera, y ya sé lo que es estar todo el día pensando en cómo estará y en cómo no estará. Ahora, en vez de una preocupación tendré dos". A Ana la pillaron en el aeropuerto de Barajas con cuatro kilos de cocaína de Colombia dentro de una maleta. Dice que fue su primera vez. También el primer caso en su familia. "Yo siempre fui una cabrilla loca", reconoce, "pero no ha pasado un día aquí en prisión sin que me haya arrepentido de aquel viaje". Ahora se arrepentirá más, si cabe. No sólo perderá la compañía de Daniel, sino la posibilidad de permanecer en el módulo de madres.

Dice Inmaculada que un niño pequeño lo que quiere es estar con su madre. "Le da igual que sea en la cárcel o en la China". Ella tiene 40 años, una hija de 21, otra de 9, un niño de 22 meses con los ojos claros que se llama Antonio, como su abuelo, y un peregrinaje de 10 años de prisión en prisión. En su memoria hay más jeringuillas que biberones, más galerías que parques infantiles, más detenciones que fiestas de cumpleaños. "Yo he estado presa con mujeres que han matado a sus hijos al nacer, y hasta con una que asesinó a golpes a su niña de siete años. Te relacionas con ellas, pero eres más escéptica con su dolor. Las ves un día tristes y, en vez de acercarte, piensas: que te den morcilla, es la conciencia que no te deja vivir". Dice que la prisión marca. "Es muy difícil la reinserción. Cuando sales, tienes la sensación de que todo el mundo sabe que tú vienes de la cárcel. No sé explicarlo mejor. Te sientes cohibida, sucia". Inmaculada no es, pese a todos los pesares, una mujer triste. Ha aprovechado tanto tiempo a la sombra para preparar el acceso a la universidad para mayores de 25 años y para mejorar como madre. "Aquí nos enseñan trucos para educar a nuestros hijos, para no tenerles que pegar tanto, para saber cómo les tienes que reñir sin minarles la autoestima". Asegura que nunca se sintió tan a gusto en una cárcel como en esta de madres de Alcalá de Guadaira. "Y yo creo que es porque esta prisión no se parece a una prisión".

No es una definición que disguste a Concha Yagüe. Ella y su equipo directivo -el mismo que llegó a la prisión hace 15 años, unos días antes que las primeras reclusas- se han esforzado precisamente en eso. "Pensando en los niños", explica, "hemos intentado disimular todo lo posible que estamos en un recinto penitenciario. Donde mires hay color. Los murales, las piscinas infantiles, las bancadas asemejando un parque, los azulejos de las paredes. No se hacen cacheos ni registros delante de los niños. Las habitaciones siempre están abiertas por si la madre tiene que coger el biberón o dar de mamar al bebé. Obviamente, hay que cumplir unas normas, y el niño asimila que hay unas mujeres que imponen unas determinadas reglas a la madre…".

Dice Inmaculada que cuando su Antonio escucha la palabra recuento -ocho de la mañana, tres de la tarde y diez de la noche- se pone de pie en su cunita y sonríe para que la funcionaria le vea a través de la mirilla.

Jonathan no se está quieto. Se ha metido en la oficina de Inma, la funcionaria de guardia, y no ha parado hasta que ella le ha sentado en su regazo. "A ver, Jonathan, cariño, vete con mamá". Pero el crío no se va, atento a la conversación. "El módulo de madres es muy distinto a los del interior. Empezando por el lenguaje. En vez de chabolo o celda, aquí decimos habitación o casa. Intentamos que no se den voces. Si hay alguna pelea entre ellas, les llamamos la atención: oye, que estamos en madres; si queréis gritar, ya sabéis, al interior. Las internas y nosotras tenemos el mismo objetivo: que los niños no se den cuenta de donde viven".

Es más fácil ahora que antes. Hasta 1995, las presas podían tener a sus hijos con ellas hasta que cumplían los seis años. Hay funcionarias que recuerdan cómo aquellos críos asimilaban las costumbres carcelarias, hasta el punto de que, algunos de ellos, cuando se enfadaban con sus madres las amenazaban con meterles "un parte". Inma, que ya lleva 12 años tratando a las reclusas con hijos, también cree que fue un acierto rebajar la edad de estancia en prisión de los menores. "Un niño de dos años viene cansado de la guardería y se acuesta, pero a ver cómo sujetas tú a uno de cinco cuando se cierra la celda a las ocho de la tarde".

La conversación se ha interrumpido tres veces. La primera era una reclusa que necesitaba bolsas de basura. Luego llegó otra que le pidió a Inma que le abriera el aula. "Es lógico", las disculpa la funcionaria, "todo lo hacen a través de ti: que a mi hijo le ha salido un granito, que necesito un abogado, que mi marido no me contesta al móvil…". La tercera que llama a la puerta es Dolores Heredia: "Señorita, ¿está aquí mi Jonathan? Ay, hijo, por Dios, ya me estaba angustiando. Aunque luego he pensado: tranquila, mujer, ¡si de aquí no se va a escapar!".

Se ríen las dos, y Dolores Heredia se lleva al niño en brazos. Es de Málaga, y tiene 26 años y tres hijos: "Una niña de 10, otra de 7 y mi Jonathan, que va a cumplir los 24 meses". Cometió el delito hace siete años, con 19. "Yo era una cría. Recurrí la sentencia, la eché para arriba [al Supremo] y en cuanto me bajó, me presenté. Ya se puede imaginar, un asunto de drogas. Diez años de condena. Ahora que tenía mi vida encarrilada… El mejor momento de la cárcel es cuando vienen mis hijas, una vez a la semana. Y el peor, cuando se van, una hora después. Me dicen que me echan de menos, que vuelva a casa. Yo les digo que pronto. La grande comprende, pero a la otra le digo que estoy trabajando".

Es la misma mentira que ensayan todas las madres presas con los hijos que van creciendo solos. La misma mentira que ellos terminan descubriendo más pronto que tarde. Beatriz Martínez se echa a llorar cuando recuerda lo que le dijo su hija Carmen, de seis años, la última vez que vino a verla.

-Mamá, por favor, diles que me dejen dormir contigo esta noche, una noche nada más…

-No puedo, cariño, que estoy trabajando.

-Si es por mis caprichos, ya no te voy a pedir ninguno más. Te lo prometo, pero tú no trabajes más aquí, que yo no quiero dinero, que yo lo que quiero es que te vengas a casa.

Gema García está sentada en el cuarto escalón de una escalera con azulejos. Tiene a su bebé de 10 días en brazos. Llora como un gato. "Se va a llamar Ismael", dice Gema. Tiene 29 años y cinco niños más. "La grande tiene 14, un niño con 11, otro que va a hacer 10, y dos niñas, una de seis y otra de cuatro que me ha caído muchas veces mala desde que estoy aquí. Y es lógico, porque siempre estaba a la vera mía. Y ahora, ni me come". Gema se echa a llorar desconsoladamente. Carmen Berraquero, que bajaba por la escalera, intenta calmarla sin éxito. También ella es madre de familia numerosa. Cinco hijos entre 12 y 2 años y muchas penas que contar. "Mi niño nació muy malito y yo ya no contaba con él, pero fíjese ahora qué gordo está y qué buen carácter tiene. Entró como un pajarito y ahora está retorneado". El buen humor de Carmen no hace efecto en Gema. "Yo soy de La Línea de la Concepción [Cádiz] y me cogieron con medio kilo de hachís. A veces es la necesidad, pero esta vez ni eso, porque mi marido pinta, sabe de mecánica, vende por ahí… Menos mal que él no tiene vicios, sólo su tabaco. Y si lo tiene, se lo fuma, y si no, no… Dios quiera que me saquen pronto, porque yo hago mucha falta en mi casa".

Dice Concha Yagüe que suele ser verdad. "Nos estamos encontrando que muchas de estas mujeres son el soporte, también económico, de sus familias. Del afectivo, ni hablamos. Estas mujeres se traen todas las tragedias de casa, así que, cuando llegan aquí, de lo primero que las tenemos que tratar es de la angustia". Hace ahora seis años desapareció a las afueras de Madrid un gitano rubio de tres años llamado Jonathan. Vivía con su madre y dos churumbeles más en dos habitaciones sin puertas de un poblado donde sólo había mujeres. Viudas de 21 años y abuelas de 38. Hacía tiempo que los hombres se habían marchado. Unos a la cárcel, otros a la tumba y el resto adonde la policía -que aquellos días andaba por allí buscando el rastro del malogrado chaval- no les pudiera encontrar. Ése es también el sino de muchas de las mujeres que ingresan en la prisión de Alcalá. "Por eso yo soy muy partidaria", explica Concha Yagüe, "de probar todo tipo de mecanismos legales alternativos a la prisión. Hay muchos ya y otros que se podrían implantar. Nosotros tenemos a mujeres clasificadas en tercer grado que viven con sus hijos en casas en medio de la ciudad, otras que vienen sólo a dormir y algunas más con pulseras telemáticas". Se trata de un artilugio que permite a los responsables de seguridad de la prisión saber si la persona que lo lleva cumple con su obligación de permanecer en casa. Justo al terminar la entrevista, la directora se encuentra a la entrada del recinto penitenciario con una mujer que llevó la pulsera durante los últimos meses y que ahora ha venido a entregarla para llevarse a cambio su libertad definitiva.

-¿Qué tal te ha ido con la pulsera?

-Muy bien, señorita, sólo que algunas mujeres del barrio me preguntaban que qué era eso…

-¿Y tú qué les decías?

-Que estaba mala de la tensión y por eso la llevaba…

Manuel Muñoz Flores tiene 31 años, y Ramona Montoya Silva, 32. Llevan 16 años casados. Tienen tres hijos casi criados: un chico de 14, una de 13 y un chaval de 8. La cuarta se llama Marina, acaba de cumplir nueve meses y vive con ellos en el módulo de parejas de la prisión de Aranjuez (Madrid). Se trata de una experiencia única en España. Parejas de reclusos viven con sus hijos pequeños en celdas con una salita, un dormitorio donde cabe una cama de matrimonio y un cuarto de baño. Manuel y Ramona, gitanos guapos y lustrosos, dicen que están encantados. Él la manda a ella a por un café al economato de la prisión. "Esto es una maravilla, ¿sabe usted? Esto es como si viviéramos en Gran Hermano. O en un hotel. Cuando vea las habitaciones va a alucinar. Y lo que estoy disfrutando yo con mi Marina. Estoy con ella por la mañana, por la noche; en fin, que ya he estado con ella más tiempo que con los otros tres juntos". Ramona vuelve con el café. Otro preso, Juan Carlos Borrayo, va y viene por la galería tratando de que el fotógrafo le haga un retrato a su bebé. Dice Ramona: "Nosotros teníamos pendientes esta condena desde 1998. Teníamos una joyería montada y tres tiendas de coches, así que fíjese si estábamos reinsertados; pero nos bajó la sentencia del Supremo y aquí nos tiene". Manuel vuelve al asunto de la prisión: "Somos de Valencia, pero nos enteramos de que este módulo existía por un matrimonio gitano que estuvo cumpliendo aquí. Nos lo creíamos y no nos lo creíamos, porque estando en la calle dices: no puede ser".

-Eso sí -tercia Ramona-, hemos estado dos meses en observación antes de que nos dieran el permiso para entrar aquí. Te miran si te peleas, si te drogas, si eres mala gente…

-Es que -dice él orgulloso- cualquier persona no puede entrar aquí. Mire lo limpio que está todo. Y cómo tratan a los críos. La alimentación, los pañales, el pediatra dos veces por semana…

-Así que estamos pensando -anuncia Ramona- que si de aquí al año que viene no se aclara la cosa, lo mismo tenemos que tener otro niño…

-Claro -traduce Manuel-, ya sólo nos dejarán estar con mi Marina dos años más, hasta que cumpla los tres, y nosotros tenemos 11 de condena. Y sería un palo que nos separasen.

-Yo no quiero ni pensar que a él se lo lleven a una cárcel y a mí a otra. No nos hemos separado desde niños. Ya le hemos dicho que nos casamos con 15 años.

-Es que yo ya estuve unos meses de preventivo, y no se puede usted imaginar la diferencia que hay entre esta cárcel y las demás. Imagínese: de estar 140 tíos metidos en un patio a estar aquí con mi mujer y mi Marina.

En una celda contigua a la de Manuel y Ramona paga su condena la colombiana Yenny Valencia. Tiene 37 años. Sólo conoce de España un aeropuerto, el de Barajas, y tres cárceles. "Yo tenía dos hijas y me ofrecieron 8.000 dólares por traer cuatro kilos de cocaína. Al llegar a Madrid me detuvieron. Me condenaron a nueve años. Conocí a mi pareja en prisión. Él también es colombiano. En la cárcel de León concebimos a Nicole. El 23 de junio cumplió 12 meses. Mis otras dos hijas tienen 18 y 16 años. ¿Que si las echo de menos? A ver cómo se lo explicaría yo… Uno es un animal de costumbres, tiene que tirar para adelante. Mi marido trabaja en prisión y está sacando un promedio de 600 euros al mes, que nos sirven para enviar a Colombia y para pensar en un futuro aquí. Yo ya llevo cinco años encarcelada, y dentro de poco, si Dios quiere, podré salir de aquí con ella en brazos. A Nicole le tengo bastante que agradecer. Yo le digo una cosa, señor: ella fue la que nos trajo la suerte". Sentada en la cama, Yenny no ha dejado de acariciar la cabeza morena de su hija.

Soledad Jiménez tiene 32 años. La detuvieron en Móstoles hace ocho meses con dos kilos de cocaína. Ella está convencida de que fue un chivatazo. "Ay, si yo supiera quién fue…". Entró en la prisión de Soto del Real (Madrid) embarazada de su hija Esther. Ahora la niña tiene cuatro meses y dos semanas. Soledad la pasea de un lado a otro de la galería observando en silencio al resto de las reclusas; la mayoría suramericanas, pero también españolas, y entre ellas Alaitz Iturrioz, a la espera de juicio por colaboración con ETA. "No puedo decir mucho de esta prisión porque yo estoy de paso, mientras se resuelven unos trámites en la Audiencia Nacional. Yo estoy encarcelada en Picasent [Valencia], y desde luego aquélla está mucho peor. Lo que veo mal de aquí es que a los niños sólo les dan puré". En otra esquina se lamenta de su suerte Crissa Melissa Pinnaca, una hondureña de 26 años convencida de que los niños, por pequeños que sean, se dan cuenta de que su casa es una prisión. "Cuando cierran las celdas se ponen a llorar. Escuchan los llantos de los demás y es horrible". También se quejan las internas del alto volumen de la megafonía, que despierta a los bebés que acaban de coger el sueño. Soledad Jiménez se mantiene a distancia de las demás reclusas. No es la primera vez que está en prisión. Marca su territorio. "Yo hablo con todas y no hablo con ninguna".

Yoleydis Morales Durán es la única mujer, de las 19 entrevistadas para este reportaje, que se declara inocente. Cubana, de 31 años, ingeniera industrial, trabajó en una fábrica de extracción de níquel y cobalto en la provincia cubana de Olguín. Lleva ocho años en España. Trabajaba en una cafetería de El Corte Inglés; su marido es dominicano. "Fui a Santo Domingo para traerme a mi suegra. De regreso, una vecina suya me ayudó a hacer la maleta. En el aeropuerto de Barajas, la policía me abrió el equipaje. Encontraron 700 gramos de cocaína escondidos en un par de zapatos de tacón. Me sentí como la que entra en un túnel y se va asfixiando, como la que se cae en un pantano y no encuentra la rama donde agarrarse. Parí prematura y mi hija sigue en tratamiento. Cada vez que la tengo que llevar al hospital me acompañan dos guardias civiles. Le juro que el día que caí presa dejé de creer en Dios".

Mercedes Gallizo, la directora general de Instituciones Penitenciarias, está empeñada en sacar a los niños de la cárcel. Dice que el sistema actual tiene cuatro cosas buenas: "Se creó para no separar a los niños de sus madres. Se habilitaron unas instalaciones estupendas, con unas guarderías que en nada tienen que envidiar a las del exterior. Además, muchos de los niños se han beneficiado de una alimentación, una higiene y un seguimiento médico que en sus casas jamás habrían disfrutado. Y en cuarto lugar, los equipos de funcionarios que tratan a las madres con hijos no sólo derrochan profesionalidad, sino además mucho afecto". Gallizo destaca, no obstante, un aspecto negativo que a su juicio es determinante: "Por muy bien que los cuidemos, los niños no dejan de estar en la cárcel. Se dan cuenta de que aquello no es una familia normal ni una vida normal. Que cuando se cierra la puerta a las ocho, esa puerta no se puede abrir aunque quieran salir a jugar. Que su madre no es la que manda allí, sino que hay otra persona que ordena y organiza sus vidas… Y no es justo que alguien, por lo que hayan hecho sus padres, tenga que vivir así su primera infancia…".

Las madres con hijos representan un porcentaje mínimo entre la población reclusa. Y la mujer que delinque, salvo en contadas ocasiones, no suele representar un gran riesgo social. Teniendo en cuenta estos dos datos, Instituciones Penitenciarias va a construir cinco centros -en Canarias, Baleares, Madrid, Levante y Andalucía- donde se pueda hacer compatible el cumplimiento de la condena por parte de las madres y el desarrollo en libertad de los hijos. "Estarán dentro de las ciudades", explica Gallizo, "y contarán con medidas de seguridad y funcionarios, pero a su vez los críos estarán integrados en el barrio y no sentirán sobre sí el ambiente penitenciario". La directora de Prisiones quiere poner en marcha una red de personas solidarias que traten de compensar con su patronazgo el lastre congénito de esos niños. Ya cuenta en Mallorca con Cristina Macaya, ex presidenta de la Cruz Roja y premio Women Together de Naciones Unidas por su trabajo en pro de "mejorar la vida de los hijos de las mujeres presas".

La argentina Verónica Gabriela Albarracín dice que aún no tiene decidido si se quedará con su bebé cuando nazca. Entretanto, se desespera al teléfono cuando escucha los esfuerzos de su hija de 15 años por resumirle sus alegrías y sus preocupaciones cotidianas. "Sólo me dan cinco minutos para hablar con ella, pero mi hija es tartamuda, así que a la mitad de la historia se corta la llamada…". Dice Verónica que, pese a todo, no consigue sentir resentimiento hacia su novio, Sebastián, por haberla metido en ese túnel tan oscuro de la droga y las cárceles. "Yo conozco la maldad, pero no quiero hacer amistad con ella".

La hondureña Crissa Melissa Pinnaca, de 26 años, feliz con su hijita en el centro de Soto del Real (Madrid).
La hondureña Crissa Melissa Pinnaca, de 26 años, feliz con su hijita en el centro de Soto del Real (Madrid).ALFREDO CÁLIZ

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