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PRIMERA PARTE

La esfinge

La imposibilidad de soñar lleva al protagonista de este relato a buscar por todos los medios una imagen, una ilusión para el recuerdo. Una escultura hallada en la trastienda de un subastero llega a su vida para convertirse en una obsesión. Un relato que combina la intriga y la esperanza

Dicen que los vinos duermen, como los niños, pero nadie conoce los sueños que se guardan en el interior de las barricas. Ni siquiera aquellos que han dedicado su vida a procurarles a cada uno el suyo, diferente al de la barrica de al lado, al de la añada anterior, al de otras variedades de uva.

Alonso Seguell era uno de ellos. No podría recordar la primera vez que le pidieron silencio en la bodega ni el número de veces que le sacaron de allí para que el vino envejeciese tranquilo. "¡Silencio, que vas a despertar al vino, y si está soñando no es bueno que lo interrumpan!". No, no podría recordarlo, pero sí recuerda que fue el sueño del vino el que impidió que él alcanzara los suyos. Nunca soñaba. Por más que lo intentara, jamás había conseguido despertar con una historia prendida del recuerdo. Su madre sí, su madre le contaba todas las mañanas el sueño de la noche anterior. Casi siempre, el desayuno se iniciaba con la frase que él hubiera querido pronunciar desde que era niño. La misma frase, repetida por los labios de su madre como si cada una fuera la primera y la única. La misma frase. La misma que había escuchado y envidiado en otras bocas, siempre igual y siempre diferente, porque detrás de aquellas palabras llegaría la fascinación de las cosas imposibles. "¿Sabes lo que he soñado hoy?".

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A veces, la madre se sentaba a la mesa sin decir nada, se bebía el café a sorbos pequeños, mordía la tostada, miraba hacia el techo y se tocaba el mentón. Permanecía así durante unos minutos, para salir de su ensimismamiento de repente, como si acabara de encontrar una palabra que se le había atascado en el borde de la lengua. "¡Ya lo sé, ya me acuerdo del sueño de esta noche!".

Alonso escuchaba entusiasmado las visiones que le regalaba aquella voz, la más mágica que oyeron sus oídos, la que mejor hilvanaba las historias que únicamente pueden suceder en otros mundos. Cada día un sueño distinto, una ilusión que le rescataba de su incapacidad para construir los suyos, una imagen que le transportaba más allá del desayuno de cada mañana. Un regalo.

Y empezó a coleccionarlos.

Nadie pudo explicarle nunca por qué los demás soñaban y él no. Lo sentía como si todas las noches le robaran la posibilidad de un viaje, de una aventura, del encuentro con una parte de sí mismo que sólo podría darse en ese estado de inconsciencia donde él no conseguía encontrar nada, absolutamente nada.

Lo vivía como un desgarro, como una ausencia que se materializaba cuando abría los ojos cada día y comprobaba, una vez más, que la noche sólo había sido noche, y él seguía ciego a los mundos que guardaba.

Sin embargo, Alonso estaba convencido de que el vino podría liberarle de aquella mutilación. Creía que si conseguía inducir determinados sueños a los caldos, también él podría provocárselos a sí mismo. Primero pensó en los aromas: cereza, ciruela, frambuesa, albaricoque, setas, tomillo, rosas… Los vinos se impregnaban de los olores que introducía en las barricas, pero él no lograba recordar una sola imagen después de cada despertar. Lo intentó también con el color: amarillo pajizo, amarillo dorado verdoso, pardo acerado, rosa salmón, rojo cereza, rojo púrpura… Pero tampoco fue capaz de vislumbrar, más allá del duermevela, uno solo de los brillos que conseguía para sus vinos. Y así, poco a poco, Alonso Seguell fue tomando la determinación de que, ya que no conseguía atrapar sus sueños de noche, los coleccionaría de día.

Empezó con los relojes de arena. El tiempo guardado en dos burbujas capaces de convertir el pasado en futuro, y el futuro, en la velocidad en la que vuelve a sedimentarse la arena, y en reclamar otra vuelta que le permita volver a la burbuja de arriba.

Había guardado en su memoria la colección de sueños que le regaló su madre. Pero la memoria es traicionera. A veces se enreda en las cosas, y nos devuelve un instante, un tiempo y un espacio que podrían quedarse en el olvido si no los fijamos a un soporte que podamos usar a nuestro antojo: una foto, un billete de avión, la dedicatoria de un libro… Otras veces nos asalta sin buscarla, y sólo hace falta una palabra para recordar todo un discurso, o un pétalo seco para que volvamos a oler un ramo que se quedó en alguna parte.

Alonso Seguell no quería que los sueños de su madre dependieran únicamente de su capacidad para evocarlos, y empezó a buscar ese soporte donde permanecieran para siempre. Los pintó. Y después comenzó a pintar también los suyos, los que hubiera querido tener y nunca tuvo. Las viñas de su abuelo, donde jamás había pisado un tractor, porque sólo las manos y los pies de los vendimiadores podían tocar aquella tierra y aquellos racimos. El azul del mar, contra el cielo y contra la sensación de que nada se mueve, de la monotonía de un pueblo pequeño donde todos conocen lo que hacen los otros, y lo que piensan, cada minuto del día; un bosque donde perderse; un refugio; una montaña; un río; un barco para cambiar de orillas; un olor, un sabor, una emoción al otro lado del mundo… Y un camino para volver.

Intentó dibujar el brillo de un decantador, pero la naturaleza no sólo le negó la capacidad de soñar, también le negó la posibilidad de recrear los sueños que le había robado. No le gustaban sus pinturas. Ninguna de ellas representaba fielmente las historias que su madre le contó cuando era pequeño, ni los sueños que él había deseado para sí.

Pero Alonso Seguell no se daba fácilmente por vencido. Sus pinceles no podían atrapar el brillo del cristal; en cambio, sus manos construirían un laberinto de espejos, donde recogería, decantador tras decantador, todos los brillos que él había imaginado. Decenas de estanterías de cristal guardarían su colección de vasijas, donde se habían oxigenado toda clase de vinos.

No le gustaba lo que había pintado. Destruyó sus telas, y se dedicó a buscar en otros artistas los sueños que él no había sabido plasmar.

Convirtió la bodega en el museo ideal de cualquier coleccionista. Picasso, Saura, Miró, Kandisky, Chagall, Canogar… No había corriente de vanguardia de la que no tuviera una muestra.

Todos admiraban su colección, todos hablaban de ella, y, sin embargo, todavía no había encontrado lo que andaba buscando.

A veces los sueños se vuelven contra uno mismo.

Alonso buscaba lo que nadie podía darle. Recorrió el mundo detrás de una imagen que ni siquiera él había visto. Detrás de los sueños prestados de su madre, detrás de la nada en la que él nunca había soñado.

Compró sin medida todo aquello que pudiera recordarle, aunque fuera mínimamente, cualquiera de las historias que guardaba en su memoria. Iconos, estatuillas, cerámicas, joyas, aguamaniles, baúles, ánforas, caracolas… Hasta que un día, en la trastienda de un subastero, mientras revolvía entre los lotes que nunca habían sido adjudicados, tropezó con un busto, casi de tamaño natural, que cambiaría su vida.

Se cubría con un manto blanco que le tapaba completamente el pelo, cruzado por delante de los hombros y recogido hacia atrás, como si fuera una capa. Sobre el manto, una especie de yelmo frigio, policromado en oro y en azul, coronaba su cabeza. Nadie podría asegurar que no se trataba de un hombre ni de una mujer, nadie podría decir que sus rasgos eran occidentales o que no lo fueran, nadie sabría calcularle la edad. Lo único que podría asegurarse, a partir de su mirada, es que parecía al borde de la desesperación.

Aquellos ojos se clavaron en los de Alonso como si estuvieran suplicándole; como si de él dependiera que su tragedia no se consumara, que las lágrimas no llegaran a brotar de aquella imagen por la que nadie había pujado, y que llevaba en la casa de subastas desde no se sabía cuánto tiempo.

No estaba tasada, la ficha de depósito no aparecía en los archivos, y habría que encargar un estudio de la madera para averiguar la antigüedad de la talla. Parecía una imitación inspirada en el arte sacro del siglo XIX. Sobre uno de sus hombros se apreciaba una mancha de tinta que podría confundirse con una rúbrica o, quizá, con una marca de autentificación del autor, pero no se trataba de una firma conocida.

El subastero no disponía de un solo indicio por el que pudiera averiguarse la procedencia del busto. Ni siquiera sabía que estuviera allí, nunca lo había visto antes. No podía ponerle precio, pero la cantidad que Alonso Seguell le ofreció compensaba con creces cualquiera que hubiera ajustado, incluso aunque se hubiera tratado de una talla auténtica. Y se la entregó sin saber qué le estaba vendiendo.

No se la llevó al museo. Alonso depositó la estatua en la biblioteca de su casa, al lado de sus relojes de arena y de sus decantadores. Todas las mañanas, antes de salir hacia la bodega, acariciaba el yelmo dorado y se preguntaba por qué le perturbaban tanto aquellos ojos.

Desde que la esfinge llegó a su casa, él no conseguía dormir. Algunas noches permanecía en la biblioteca durante horas, mirándola, sin pensar en otra cosa que en su tristeza. Otras veces se la llevaba a su habitación, la dejaba sobre la cómoda y la observaba desde la cama, tendido, esperando que el sueño le venciera. Pero en más de una ocasión se levantó al día siguiente sin haber cerrado los párpados.

Necesitaba conocer la historia de aquella estatua. Necesitaba saber qué había detrás de sus ojos. Buscó imágenes parecidas en museos, en archivos, en librerías especializadas, en bibliotecas, en galerías de arte, en casas de subastas… En algunas de las tallas que encontró se vislumbraba cierto parecido con la suya: dioses abisinios, arqueros frisios, doncellas griegas, guerreros de Al Andalus, representaciones femeninas de la Revolución Francesa…, pero, decididamente, nada tenían que ver con su esfinge. También repartió fotografías entre los anticuarios que él solía frecuentar, con la esperanza de que alguno de ellos la reconociera, pero todos sus intentos resultaron fallidos. Nadie sabía de dónde venían aquellos ojos. Él los miraba de noche, y los recordaba de día.

Todas las mañanas acariciaba el yelmo dorado, y se marchaba a la bodega con la misma desazón. ¿Quién habría sido el modelo de aquel rostro que le miraba desde semejante quietud? ¿Qué habría querido decir con aquella mirada, en la que no podría distinguirse si había más esperanza que tristeza o más tristeza que desesperación? ¿Por qué, cuando pensaba en ella, le venía siempre a la mente la imagen de los relojes de arena, estáticos y silenciosos, siempre esperando, pacientemente, a que alguien les diera la vuelta?

Había analizado la esfinge desde todos los ángulos posibles. A partir de los círculos concéntricos que se distinguían en la base, habría resultado muy fácil averiguar la edad de la madera. Pero datar el tronco, utilizado de materia prima para la escultura, no probaría la antigüedad de la talla. Él sabía que muchos imitadores emplean materiales antiguos para darle verosimilitud a sus piezas. Sin embargo, la edad de su esfinge era lo que menos le importaba. Lo que él hubiese querido averiguar era quién y por qué la había tallado. Habría dado cualquier cosa por conocer la historia que se escondía detrás de aquel rostro, que parecía pedirle ayuda.

Alonso Seguell acariciaba las aristas doradas del gorro frigio, como si el tacto pudiera responder a sus preguntas. Las había trazado una por una, había dibujado con sus dedos todos los canales que discurrían entre ellas. Mil veces los había recorrido, recreándose en la suavidad del pan de oro, pero nunca se había dado cuenta de algo que habría respondido a todas sus preguntas. La esfinge guardaba un secreto. Un secreto que sólo esperaba un pequeño roce, muy pequeño, pero suave y exacto, para caer en sus manos.

Una pequeña muesca servía de artilugio para separar el yelmo del resto de la escultura.

Nadie podría decir que aquel tronco no era un solo tronco. Nadie podría asegurar que aquel yelmo no perteneciera a la misma madera que el resto de la esfinge. Nadie podría averiguar, a menos que encontrara la pestaña, que la estatua se componía de dos piezas, ensambladas perfectamente como si se tratara de una sola. Nadie podría saber, a menos que consiguiera separarlas, que entre las dos piezas se escondía una carta.

"Ojalá te reconozcas algún día en la esfinge que he tallado para ti. Ojalá el destino permita que puedas encontrarla. Ojalá no sea demasiado tarde, y tus sueños y los míos puedan verse de cerca. Mientras tanto, yo estaré aquí, esperando, hasta que encuentres la manera de saber que somos uno, que siempre lo hemos sido, aunque hayan intentado robarnos nuestros sueños. Aunque a veces parezca que lo han conseguido, y nadie nos avise de que detrás de un sueño puede venir otro, y después otro, y otro más. Ojalá puedas verte en esta esfinge y encuentres el resorte que te traiga hasta esta carta. Si es así, búscame, no permitas que vuelva a detenerse el tiempo".

Alonso Seguell no conocía la existencia de la carta. No podía conocerla. Sus dedos pasaron muchas veces por encima de la pestaña que la habría puesto en sus manos, pero nunca presionó suficientemente fuerte, o suficientemente alto, o despacio, o más arriba, o más lento, o más suave. Sin embargo, sin saberlo, no dejaba de buscar a la persona a la que iba destinada, la misma que inspiró la imagen de la talla.

En numerosas ocasiones estuvo a punto de descubrir el secreto, pero no lo supo nunca. Él seguía escudriñando aquellos ojos, esperando descifrar aquel enigma, y llevándose a la bodega, casi todas las mañanas, el cansancio de otra noche sin sueño.

Hasta que una madrugada, después de haberla contemplado durante horas, sus párpados se cerraron. Y por primera vez, desde que le alcanzaba la memoria, apareció una imagen en lo más profundo de su sueño. La esfinge le miraba desde una de las salas de la bodega.

Incluso dormido, se dio cuenta de que estaba soñando. Incluso en ese estado de inconsciencia, que él tanto había buscado, saboreó su primer sueño como el mayor de los triunfos posibles.

Cuando despertó, la estatua continuaba sobre la cómoda, observándole, esperando a que él la rescatara de no se sabía qué tragedia. Esperando a que él comprendiera que no debería guardarla para sí, que debería llevarla a la bodega, donde otros pudieran mirarla y, quizá algún día, reconocerse en su rostro.

Y allí sigue, en el museo, con su secreto guardado bajo el yelmo frigio, contemplando a todos los que se detienen ante ella y se preguntan cuál será su historia, extrañados por la mezcla de tristeza y de esperanza de sus ojos.

Inma Chacón. Tiene 51 años. Hermana gemela de la escritora Dulce Chacón, publicó su libro 'La princesa india' (Alfaguara) como una deuda contraída con la escritora fallecida hace dos años.

CARMEN GARCÍA HUERTA

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