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Dispersas por doquier

De las 134 estatuas proyectadas por Martín Sarmiento, sólo 108 fueron esculpidas: medían 3,35 metros de altura y fueron talladas en piedra de Colmenar. De ellas, una parte logró ver plasmados los requisitos de fidelidad de atuendo, porte y ademán que el fraile detallaba al escultor Olivieri, según los monarcas efigiados fueran emperadores, guerreros o legisladores. Muchas tallas resultaron fallidas, con graves errores, ya que sus escultores, casi siempre franceses o italianos, desconocían la historia de España y confundían los datos que profusamente Sarmiento les brindaba. También erraron en las cartelas, donde figuraban las fechas de sus óbitos.

La razón por la cual Carlos III mandó a su valido el marqués de Esquilache apear las estatuas que coronaron fugazmente el nuevo Palacio Real, se desconoce. Se dijo que fue fruto de un sueño premonitorio y macabro de la reina madre Isabel de Farnesio; también, que obedeció a razones de protocolo, dada la complejidad de situaciones delicadas que tal sistema de adornos tenía que sortear, respecto de tortuosas biografías de reyes o reinas cuya fecha de muerte se desconocía, al igual que sus enlaces, coyundas o filiaciones.

El delirio de un erudito

En Madrid, son hoy una treintena las estatuas que circundan la plaza de Oriente, jalonan los jardines de Sabatini o decoran la fachada del Palacio Real. Trece más rubrican el paseo de las Estatuas del parque del Retiro, con tallas como las de un hoy microcéfalo Carlos V, cuya nariz arrancada ha sido repuesta, y Carlos II de Austria. Otras cuatro exhibe la fachada septentrional del Museo del Ejército, en la calle de Méndez Núñez, entre ellas la de Felipe IV. Cuatro efigies de reyes se hallan sobre el paseo del Espolón, de Burgos, otras en Vitoria, El Ferrol, Toledo, San Fernando de Henares, Ronda...

En cuanto a Martín Sarmiento, resulta fácil describirlo con trazos cómicos, como una suerte de Maestro Ciruela. Las fuentes documentales le atribuyen, empero, un porte intelectual desconocido entre el clero español, incluso el de aquella ilustrada época. Buena parte de su vida la dedicó a cohonestar ciencia y religión, principal meta acariciada por la Compañía de Jesús. Discípulo de Feijoo, Sarmiento no sólo conocía el pensamiento de Francis Bacon, sino también el de Isaac Newton. Pero su erudición se convirtió en un delirio.

La austeridad de Sarmiento era proverbial: vivía apartado de la Corte en una celda de 15 pies de diámetro y 16 de altura, desde donde impartía sus órdenes y consejos a escultores, doradores, tallistas o tapiceros. Contaba con una biblioteca formada por más de 7.000 volúmenes.

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Sarmiento no fue un esteta; sus conocimientos de arquitectura se reducían a 50 libros, según confesaba. Pero, a tenor de sus pretensiones, puede ser considerado como un pensador comprometido en transformar el Palacio Real en metáfora parlante y apologética de la nación, que él veía expresada por el poder coronado. El libro de piedra que, con su adorno del Palacio Real, quiso regalar a los monarcas cayó sobre su cabeza; eso sí, por decisión regia.

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