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Columna
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El discípulo de sus hijos

¿De los muertos lo mejor o de los muertos la verdad? Lo mejor de la obra de Robert Altman quizá fuera el propio Altman. Cuando pienso en el director, enseguida tarareo dos canciones que son distintivo de un modo de contar historias y, sobre todo, de un carácter. La primera de esas canciones, El suicidio es indoloro, más conocida como "el tema de M.A.S.H", señala de modo imperativo una voluntad de irreverencia demasiado obvia, pero con gracia. La segunda, Nado entre las cenizas de los puentes que quemé, un blues compuesto por el propio Altman para otra de sus películas, nos habla de un sustantivo, del que muchos se saciaron en su día, y hoy está en desuso, la supervivencia. La supervivencia como estilo de vida. Altman era un artista de la supervivencia, un artesano de la irreverencia y, según una opinión muy difundida, un farsante. Que a uno le señalen como Gran Farsante en un mundo de farsantes tiene un mérito indiscutible. Que ese Gran Farsante haya hecho buenas películas conlleva un mérito doble.

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La trayectoria de Altman hizo al personaje. Con una carrera gris y ya tirando al gris oscuro en un medio casi negro, la ficción televisiva de los últimos 60, Altman renace profesionalmente, y a lo grande, a la edad de cuarenta y cinco años con M.A.S.H. El merecido éxito sitúa al ya talludo director en un pintoresco lugar entre directores una generación más joven, de éxito incomprensible para unos magnates que sólo percibían un cambio en los gustos del público y un posible filón en esas películas desaliñadas y más bien excéntricas. El hecho de que todos se volvieran unos megalómanos pirados hizo de Altman una especie de hippy con peluca, alguien que no concibe la suerte que ha tenido y piensa: "Aquí estoy y aquí me quedo, y si esos niñatos hablan así, se gastan esa verborrea y gastan esos presupuestos, yo más". Así, el que fuera rutinario director de Bonanza se reconvierte, al menos en las formas, en los mensajes de director-gurú, en otro Godard a la americana. De algún modo, fue discípulo de sus hijos. En ese periodo de auteur con dólares abundantes y un saco de frases y visiones, todo lo que hacía se valoraba en dimensiones de gran arte. Tras Nashville empezó a aburrir a las pulgas y vino una segunda decadencia. Pero ahí seguía, entre las cenizas de sus propios puentes, el nadador de larga distancia. Así que de entre esas mismas cenizas resurgió con El juego de Hollywood. Y no tardó en mostrar al mundo su notable capacidad de ser insoportable. ¿Hay algo más que mucho ruido y todo cháchara en Prêt-à-porter o Vidas cruzadas?

No parece ésta una necrológica de amigo, pero quiere serlo. Afirmar, como se suele, que el único mérito de Altman es de sus guionistas (en especial de Ring Lardner Jr. y Michael Tolkin por sus dos mejores películas), o de su suerte increíble, o de la exuberancia de su tenacidad, no es hacerle justicia. Altman es el creador del estilo de la mejor televisión actual, quizá porque su mejor recurso fue darle un aire cinematográfico al medio del que era originario: los argumentos cruzados, el ritmo, el pastiche, la sátira, el movimiento continuo que busca una emoción en cualquier parte, si es honda mejor y si no mala suerte, la novedad siempre. A veces, alguno de sus medios fracasos, y son muchos, se resuelven en películas con un algo imborrable.

Hago una lista de películas de Altman que quizá sólo me gusten a mí: sus versiones de Un largo adiós y El motín del Caine, California Split o Kansas City. Quizá sean cenizas de puentes quemados, pero en ese polvo, muchas veces, hay más vida y más fuerza que en el sereno equilibrio de lo perfecto, o en otras pretensiones del propio Altman. Es polvo de plata. Y espero que de ese polvo esté hecha la orilla a la que ha llegado el nadador.

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