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COLUMNISTAS

El polvorón

Con tranquilizadora monotonía se repiten los tópicos navideños, que ahora llamamos debates. Debatimos sobre si estas Señaladas Fiestas son tiempos de derroche y de materialismo supremo. Debatimos sobre si son más insanos para nuestros adolescentes los atracones gastronómicos navideños que los hartazgos de comida rápida y grasas saturadas a que muchos se entregan cotidianamente. Debatimos -o no, pero deberíamos hacerlo- acerca de cuántos nuevos aromas de perfumes encerrados en el diseño inverosímil de sus frascos será conveniente inventar para sofocar el tufo a desastre, la marea de derrota y dolor que hoy envuelve el mundo. Debatir -con el sentido de discutir, según el Diccionario panhispánico de dudas- no aplazará, sin embargo, el debatirnos en el sentido de "luchar con denuedo" -misma fuente, como intransitivo pronominal-, por lo que podemos discutir acerca de si las comidas navideñas de empresa, y sobre todo las cenas, aumentan el número de cogorzas con que solemos animarnos por estas fechas, y si ello disminuye el rendimiento en la oficina o aumenta la irritación entre colegas. No obstante, de regreso a casa después de uno de esos malentendidos empresariales etílicos, quizá nos debatiremos entre la duda de si hicimos bien asistiendo y la seguridad de que tendríamos que haber silenciado ciertos convencimientos íntimos.

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No creo que la Navidad -ni sus días, sus semanas aledañas- sean ya motivo de escándalo por el despilfarro que comportan. No en esta era ni en esta parte del globo terráqueo defendida por las fronteras de los privilegios. Derrochamos todo el año y también durante todo el año tratamos de debatir sobre todo lo debatible -¿ha aumentado la inseguridad en nuestra ciudad?, ¿debemos armarnos y lucir con orgullo la enseña del Osito y el Guardaespaldas?- para que el ruido del debate nos impida debatirnos y consecuentemente sumirnos en la certidumbre de que ni la acumulación innecesaria ni el ascetismo impuesto proporcionan más felicidad que el espejismo del ego satisfecho.

¿Estamos hoy mejor que en la Navidad del año pasado? En lo personal, cada cual sufre sus avatares, alimenta sus ilusiones, siente nostalgia de sus parientes y amigos muertos. O bien se experimenta el goce de mirar en torno a la mesa bien puesta y verlos a todos en su sitio y saber que los besos bajo la rama de acebo, los gorritos con purpurina y los regalos envueltos con mimo dan la medida exacta del afecto que nos une. Pero ésa es la Navidad de dentro, la que nos protege incluso cuando termina en tremenda trifulca familiar. Qué alivio, la familia está tan viva como sus desavenencias. Celebrémoslo.

Aparte, fuera, en las calles, en los anuncios y los programas de televisión, en los escaparates de las tiendas y en la gente que embiste de un comercio a otro, de un restaurante a otro, de un bar a otro: con los gestos y las bromas y las risas vacías del feliz por mandato. Aparte, fuera, digo, en días como éstos se palpa casi el desmoronamiento, o casi: más bien parece que nos amontonamos al borde de un abismo al que preferimos no mirar. Quizá es el de nuestros valores, los que un día tuvimos y ya no reconocemos. O de aquellos que deberíamos atesorar y que ni siquiera sabemos dónde buscar.

No quisiera amargarles con mi pesimismo, pero me parece que tenemos pocos motivos para zascandilear y felicitarnos los unos a los otros, y, desde luego, no hay razón alguna para que en el jardín de la Casa Blanca ondee un árbol de Navidad; aunque bienvenido sería uno bien grande plantado en el patio del palacio de La Moneda de Santiago de Chile. Entre las derrotas que no cesan y las compensaciones aplazadas y las injusticias perennes, una alameda de árboles navideños tristes, tristes, tristes.

¿Es nuestra Navidad colectiva de hoy mejor que la del año pasado? No lo creo. Pero les deseo de todo corazón que su Navidad pequeña, familiar, la de su paz y su contento, supere con creces a todas las anteriores.

Y que no se me empachen. Y que resistan la empanada de fuera, el polvorón mental de las calles.

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