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Tintoretto: el cautivo de Venecia

Hombre de carácter difícil, generoso, prolífico, apasionado y formidable artista de la composición y el color. Tintoretto fue uno de los grandes de la pintura en el siglo XVI. Su obra, sin embargo, ha sido de difícil contemplación. Por vez primera en 70 años se le rinde la exposición homenaje debida. Será en el Museo del Prado

Ningún pintor del mundo permanece tan unido a su ciudad como Tintoretto. De los tres grandes pintores (Tiziano, Veronés y Tintoretto) que integran la escuela de Venecia, él es el único nacido allí. Y sólo la abandonó durante dos breves viajes. De tal manera se le identifica con su lugar de origen que los futuristas le tenían en su punto de mira porque encarnaba como nadie la esencia de la capital del Veneto. Considerado por El Greco como uno de sus máximos maestros y adorado por el propio Velázquez, Tintoretto ha sido un gran olvidado. La última gran exposición que se le dedicó fue en el Palazzo Pesaro de Venecia en 1937. El Museo del Prado intenta ahora reparar ese injusto olvido con una antológica de 70 obras maestras que ocupará la galería central. Desde allí se codeará con Rubens y Velázquez.

Jacopo Robusti, El Tintoretto (Venecia, 1518-1594), era, según algunas de sus escasas biografías, el primogénito de una familia de tintoreros de paños formada por 22 hermanos. De aspecto rechoncho y escasa estatura, destacan de él un fuerte carácter y una ambición desmedida que no facilitó su relación con otros grandes artistas con los que convivió en la segunda mitad del siglo XVI, y que nunca le consideraron como un igual. Le costaba mucho ser aceptado por su mal genio (también se le conocía por el apodo de El Furioso). Intentó formar parte del taller de Tiziano, pero éste se negó. Pese a ello, Tintoretto le tenía tal devoción que en una de las paredes escribió lo que sería el objetivo de su forma de crear: "El dibujo de Miguel Ángel y el colorido de Tiziano".

Algunos historiadores explican la hostilidad de Tiziano hacia Tintoretto por puros celos y miedo a compartir la gloria que ya disfrutaba en toda Europa. De hecho, la consagración de Tintoretto como miembro de la escuela veneciana se produce en 1548, cuando entrega a la Escuela Grande de San Marcos la pintura San Marcos libera a un esclavo. En ese momento, Tiziano está fuera de Venecia. Se encontraba en Augsburgo con el emperador Carlos V. Algunas versiones aseguran que, de haber permanecido Tiziano en Venecia, el cuadro no hubiera sido recibido nunca por la escuela. La obra se expone habitualmente en la Galería de la Academia de Venecia. Y representa un punto y aparte en la historia de la pintura veneciana del siglo XVI: nadie hasta entonces había plasmado los movimientos de grupos como él.

Pero si la técnica y colorido de Tiziano le interesan mucho al artista, aún más le obsesiona Miguel Ángel (San Rocco será luego para él como su Capilla Sixtina). En su taller estudiaba con auténtica obsesión las copias que poseía de algunas esculturas de Miguel Ángel. Con similar interés trabajaba sobre figurillas para dominar la perspectiva desde todos los ángulos posibles. Construía maquetas completas como si de un escenario teatral se tratara; iluminaba las figuras a través de diferentes tejidos, y finalmente colgaba las maquetas del techo. Así conseguía sus famosos juegos de luces y sombras, así modelaba el espacio y conseguía que el tiempo entrara a formar parte del cuadro.

Tintoretto empieza a pintar con 20 años cumplidos. No fue una decisión temprana, pero su pasión y dedicación es tal que parece que en cada pincelada, en cada personaje, en cada cuadro quisiera recuperar el tiempo perdido. Insaciable en la búsqueda de nuevos efectos, desde el primer momento le interesan las grandes dimensiones, los escenarios espectaculares. Es muy rápido en la ejecución, y una vez que tiene claro cuál es su estilo, lo único que quiere es pintar y pintar. La mayor parte de las ocasiones, al menos en los años iniciales, trabaja sólo a cambio del coste de los materiales, y eso porque su mujer, Faustina, una aristócrata de Vescovi, le controla férreamente los gastos. A veces no cubre ni siquiera el coste de la realización de las obras. Sus biógrafos recuerdan que eso le ocurrió con el primer gran encargo para la ciudad de Venecia. Fue en la iglesia de Santa Maria dell'Orto, en la que luego sería enterrado.

Allí decoró las inmensas paredes del coro. La dimensión media de cada una de estas piezas es de cuatro metros de largo por cuatro de alto. El prior del templo le hace entonces el favor de dejarle pintar algún lienzo de las paredes de la biblioteca que en ese momento estaban realizando Tiziano y Veronés. En las obras que aquí ejecuta, la arquitectura es ya uno de sus personajes principales. Su discurso pictórico es narrativo a partir de motivos religiosos.

Las espectaculares obras que realiza para el Palacio Ducal no fueron tampoco ejecutadas a cambio de un dinero razonable. Miguel Falomir, comisario de la exposición que desde el 30 de enero se podrá ver en el Museo del Prado, bromea: "A veces, el comportamiento de Tintoretto parecía aprendido en una competitiva escuela de negocios del siglo XXI". Todo valía para conseguir el objetivo. Para adornar las altas paredes y techos de la Sala del Consejo del Palacio Ducal se convoca un concurso entre los pintores venecianos. Se trata de recrear episodios relativos a la vida de los distintos dux. En 1582 se hace público el concurso. Tintoretto se había ofrecido gratis, pero no se le acepta. Aun así se queda con el encargo porque sus competidores, Paolo Veronés y Francesco Vasano, se retiran. El resultado: el lienzo El paraíso, considerado el mayor del mundo. La versión de esta obra que se encuentra en el Prado está considerada de muy baja calidad por los especialistas. La compró Velázquez en Italia a través del embajador. Pero en lugar de la obra escogida, le engañaron y enviaron otra que no tenía nada que ver.

Los encargos colosales fascinan a Tintoretto y marcan su evolución. Cada vez acomete proyectos de mayor envergadura. En 1564 comienza la decoración de la Escuela de San Roque (Scuola Grande de San Rocco), su obra máxima. Contemplando su grandeza se entiende por qué ninguna exposición sobre el artista, por ambiciosa que sea, podrá mostrar lo que fue y representa del todo Tintoretto: para admirarlo en su totalidad se debe visitar Venecia.

Para entender la importancia de su trabajo en dicha scuola hay que conocer el papel que desempeñaron estas instituciones. Las escuelas venecianas nacen en época medieval. Se trataba de cofradías laicas presididas por un santo. A ellas pertenecían ciudadanos de clase media -muchos de ellos nacidos fuera de Venecia-, artesanos y mercaderes. En el siglo XVIII, Venecia llegó a contar con 300 escuelas. Las donaciones que entregaban sus miembros servían para encargar decoraciones que muy poco tenían que envidiar a los palacios más lujosos. Los mejores y más famosos artistas eran llamados para realizar estos trabajos. Las actividades de las escuelas eran controladas por los poderes públicos. Todo acabó en 1806, durante la segunda ocupación francesa, cuando las cofradías fueron disueltas, y sus sedes, cerradas. Muy pocas se salvaron. Una de ellas fue San Rocco.

En San Rocco tuvo Tintoretto la oportunidad de mostrar su espectacular audacia. En 1560, cuando terminan las obras de ampliación de la escuela, los cofrades deciden convocar un concurso entre los grandes pintores del momento: Paolo Veronese, Andrea Schiavone, Giuseppe Salviati, Federico Zuccaro y el propio Tintoretto. Mientras los demás se ponen a pensar en el proyecto, Tintoretto se adelanta a todos y hace instalar en el techo un San Rocco in Gloria. Un regalo del artista a la escuela.

Los cofrades no sólo no rechazan el presente, sino que le encargan que complete la decoración de toda la sala y le nombran miembro de honor. Tintoretto sigue haciendo gala de su generosidad ante el enfado de los otros artistas, y el mismo día de la fiesta de San Rocco, el 16 de agosto de 1576, dona el lienzo central del gran salón principal, El milagro de la serpiente de bronce. Al año siguiente ofrece otros dos grandes cuadros para completar el techo: Moisés haciendo brotar el agua y La caída del maná. Finalmente consigue que la escuela le encargue toda la decoración del salón a cambio de un rédito anual de 100 ducados, que cobró puntualmente hasta el final de sus días, pero que no era ni mucho menos un dinero equiparable al que recibían otros grandes artistas. Más si se tiene en cuenta que las cofradías exigían original y copia.

En la decoración de San Rocco se muestra la profunda devoción que el artista sentía por la Contrarreforma. Esa devoción se revela de manera espectacular en toda la serie de pinturas religiosas cargadas de complejos claroscuros, perspectivas radicales que caen sobre el espectador, grupos de personas que se retuercen de manera violenta. Vuelca todo su talento y energía en su peculiar Capilla Sixtina. Es Tintoretto en su estado más puro.

¿Qué ofrece la antológica del Prado? Las 49 pinturas, 13 dibujos y 3 esculturas que ocupan la galería central muestran, en palabras del comisario, Miguel Falomir, "la amplitud de registros que tocó este productivo artista y la diversidad de géneros en los que trabajó". Destacan las obras de inspiración religiosa, género en el que consiguió mostrar su maestría de manera rotunda.

Entre las joyas de la exposición sobresalen dos que fueron concebidas para ser contempladas juntas en la iglesia veneciana de San Marcuola: La Última Cena y El lavatorio. Ampliamente representadas están sus composiciones de carácter mitológico dedicadas a Venus, Vulcano y Marte, y El origen de la Vía Láctea, procedentes de museos europeos y norteamericanos. Y por último, algunos de los cientos de retratos (no podía faltar el de Lorenzo Soranzo, del Kunsthistorisches de Viena) y autorretratos que Tintoretto realizó a lo largo de su vida (el del Museo del Louvre y el del Museo de Filadelfia). Miguel Falomir recuerda que Tintoretto fue tan prolífico como irregular y que una gran parte de su obra pertenece a su taller. Asegura que la calidad y la garantía de la autoría han sido exigencias básicas a la hora de montar la antológica. Como ejemplo del rigor con el que se han seleccionado las piezas, afirma que el primer sacrificado ha sido el propio Museo del Prado: algunas de sus obras, históricamente atribuidas al artista, han sido excluidas por carecer de la calidad exigida.

Pero, ante todo, lo que busca la muestra es devolver a Tintoretto su condición de grande en la historia de la pintura. La dificultad de mover sus obras, por sus dimensiones y por estar situadas en los lugares para los que fueron creadas, ha perjudicado su difusión y conocimiento.

Visitar Venecia y caer rendido ante su obra, como le ocurrió a Sartre, a Oscar Wilde o a Henry James, seguirá siendo inevitable. El Prado repara ahora una parte de la deuda que la historia tiene con el artista veneciano.

'Tintoretto'. Museo del Prado. Madrid. Del 30 de enero al 13 de mayo de 2007. Más información: http://museoprado.mcu.es/exposiciones_tintoretto.html.

El Shakespeare de la pintura, por Vicente Molina Foix.

En una carta escrita desde Venecia en 1904, Virginia Woolf dice: "Hasta que no se ha visto a Tintoretto, no se sabe lo que la pintura es capaz de hacer". Reconocido siempre entre los maestros de la pintura veneciana de su tiempo -el largo siglo de oro que empezaría a finales del XV con Bellini y Giorgione y acabaría con su propia muerte en 1594-, Tintoretto ha tenido, sin embargo, desde Aretino hasta Picasso, una selecta caterva de denigradores, asustados, uno diría, por la prodigiosa capacidad y rapidez de su mano, por su dramatismo sensacional y violento, por su vertiginosa manera de componer y (no) rematar algunos de sus cuadros. Pero a cambio fue el elegido de muchos de los más grandes escritores posteriores, de poetas que, como Rafael Alberti, se envenenaron de "azules Tintoretto", y sobre todo de novelistas fascinados por uno de los mejores narradores puros que ha tenido la historia de la pintura.

Gautier, Henry James, Malraux, Ayala, Cunqueiro, Mary McCarthy, Thomas Bernhard, Sartre. Cito sólo algunos de los novelistas que en distintos momentos y con distintas percepciones vieron en él no sólo a un formidable artista de la composición simultánea y el color atrevido, sino a un torrencial poeta equiparable a Shakespeare en su galería de invenciones humanas sobre lienzo. Dos críticos fundamentales del XIX, que fueron a su vez dos de los mayores prosistas de sus respectivas lenguas, Ruskin y Taine, insistieron en esa comparación entre Shakespeare y Tintoretto, pero nadie la llevó tan lejos y tan hacia su propia obra como Henry James.

Para el autor de Retrato de una dama, descubridor extasiado de la pintura de Tintoretto en su primer viaje a Venecia de 1869, el artista sentía pictóricamente "el gran, hermoso y terrible espectáculo de la vida humana", trabajando siempre al borde del precipicio, como Shakespeare, y llegando al corazón de sus historias con un despliegue de personajes y de episodios alternos, una dilatación de tiempos y espacios y un "método escénico" que el novelista siempre tuvo como modelo y trató de aplicar a sus novelas, en particular a una de las que tienen por protagonista a un pintor, La musa trágica. Fue Ruskin, muy leído por James, quien habló del originalísimo equilibrio de lo real y lo sobrenatural en la narración pictórica de Tintoretto; James, maestro de la fantasmagoría diurna, también tomó buena cuenta de ese aspecto, presente en muchos de sus relatos de aparecidos y quizá en ninguno más palpablemente que en su obra maestra veneciana, Los papeles de Aspern. Aún pocos años antes de morir, en 1908, cuando escribió nuevos prólogos para sus antiguas novelas y relatos, volvía James a poner a Tintoretto como referente, porque en el pintor "la prosa más llana se disuelve en la más etérea poesía, y lo literal y lo imaginativo funden equitativamente sus identidades".

Más peculiar y fascinante es la obsesión que toda su vida tuvo Jean-Paul Sartre con Tintoretto, a partir de cuya figura y obra quiso escribir un amplio ensayo novelado al modo de sus estimulantes cuando no irritantes obras sobre Baudelaire, Flaubert y Genet. Visitante acérrimo de los lugares tintorettianos de Venecia, la Escuela de San Rocco, la Accademia, o iglesias de no siempre fácil acceso y adecuada iluminación como San Casiano y la Madonna dell' Orto (Simone de Beauvoir, que le acompañaba en muchas de esas visitas, contó en sus memorias el esfuerzo de "retorcer la cabeza en todos los sentidos" para verlos), Sartre empezó su ejercicio novelesco de "psicoanálisis existencial" de Tintoretto en 1957, cuando publica el primer fragmento de los cuatro que escribió, bajo el título general de El secuestrado de Venecia. El filósofo francés también se siente emulado por la "furia" que tantos escritores, para bien y para mal, encontraron en los cuadros de Tintoretto, y así El secuestrado de Venecia se va convirtiendo en un relato alucinado y caprichoso, lleno de peripecias arrebatadoras y brillantes ideas, con el que Sartre trata de ajustar cuentas con el arte, con la ciudad de sus sueños y consigo mismo. No otro sentido tiene que, en el capítulo de ese libro incompleto que titularon póstumamente Un viejo mixtificado, Sartre, puesto ante el espejo del Autorretrato final de Tintoretto (que el Louvre presta para la exposición del Prado), vea en ese hombre de pelo blanco y ojos como "dos soles negros" la figura deteriorada, pero altiva, de un insumiso. Como él.

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