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El futuro de Euskadi
Columna
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Derecho sobre renglones torcidos

El 7 de diciembre se hizo público el auto del Supremo que inadmitía y ordenaba el archivo de la querella presentada por el sindicato de funcionarios Manos Limpias contra el presidente y los miembros del Gobierno por haber autorizado la reunión de los socialistas Patxi López y Rodolfo Ares con dirigentes de Batasuna, en julio pasado. Casi todo el mundo opinó que esa resolución prefiguraba la no admisión a trámite de las otras querellas existentes en relación con entrevistas de responsables políticos con esa formación ilegal, e incluso se dio por supuesto que el auto implicaba ya el archivo de la causa contra López y Ares: algo imposible, pues el Supremo sólo podía pronunciarse sobre el presidente Zapatero y sus ministros, en razón de su aforamiento. La querella contra López y Ares sigue su curso en el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, tribunal competente por su condición de diputados del Parlamento de Vitoria.

El Supremo marcó un criterio interpretativo: considerar un fraude la sustitución del enjuiciamiento político por el judicial en materias opinables
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Contra lo que se daba por seguro tras el auto de diciembre, este tribunal decidió mantener abierta la causa que llevó al lehendakari a declarar ayer como imputado. El juez instructor alegó que ambas querellas son sustancialmente diferentes. Es cierto que lo son, pues la una es por prevaricación y desobediencia (art. 410 del Código Penal) y la otra por cooperación necesaria (art. 28) con un delito de desobediencia atribuido a los dirigentes de Batasuna. Sin embargo, a ambas parece serle de aplicación el criterio establecido en el auto de diciembre: que sería un fraude constitucional la utilización de la acción popular como mecanismo de control del Gobierno, que la Constitución atribuye de manera específica al Parlamento. Ese argumento lo recogía el tribunal del informe de la fiscal, el cual reproducía a su vez una resolución de la Sala de lo Penal de 26 de abril pasado sobre otra querella contra el presidente Zapatero, pero por un asunto muy diferente: la consideración de nación atribuida a Cataluña en el proyecto de Estatuto pactado entre el presidente y Artur Mas el 21 de enero de 2006. La querella fue interpuesta por una entidad denominada Alternativa Española, que atribuía a Zapatero los delitos de rebelión y ultrajes a España o, alternativamente, de sedición.

La Sala acordó inadmitirla a trámite por considerar que esa entidad no estaba legitimada para presentarla. Y ello porque el artículo 102-2 de la Constitución establece que la responsabilidad criminal del presidente y los demás miembros del Gobierno por delitos como los señalados sólo podrá ser "planteada por iniciativa de la cuarta parte de los miembros del Congreso y con la aprobación de la mayoría absoluta de los mismos". Eso bastaría para rechazar la querella, pero al tratar de justificar esa intervención del Parlamento como filtro previo a cualquier procesamiento, la resolución de abril incluía una serie de consideraciones más generales sobre la función de control al Ejecutivo. El argumento central era que los equilibrios y contrapesos del sistema constitucional se verían alterados si cualquiera pudiera, valiéndose de la acción penal, corregir la dirección de la política interior o exterior, que es competencia del Gobierno. Tales consideraciones, aunque destinadas en principio sólo a los supuestos excepcionales del artículo 102, son susceptibles de servir de pauta interpretativa para el control de la actuación de cualquier Ejecutivo: ese control corresponde como regla general a los Parlamentos, y sería impropio interferir o condicionar la actuación gubernamental mediante querellas o denuncias, aprovechando las posibilidades que abre la acción popular.

Es esa interpretación la que asume el auto citado al comienzo. Una cosa es que los tribunales puedan ser llamados a intervenir ante actuaciones en sí mismas delictivas de los gobernantes, y otra que sustituyan a los Parlamentos en la específica función de control político de sus actuaciones. La iniciativa de Ibarretxe de recibir a Otegi en abril fue seguramente censurable (y con más motivo su provocativa reiteración de la semana pasada, cuando ya estaba imputado por ello); pero eso no significa que pueda ser objeto de un tratamiento penal. No hay una norma específica en la Ley de Partidos que impida a otros políticos o gobernantes reunirse con dirigentes de una organización ilegalizada.

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El Tribunal Supremo podía haberse limitado a archivar la querella contra Zapatero y su Gobierno por no tener la actuación considerada encaje en ningún tipo penal, pero decidió aprovechar la ocasión para marcar un criterio interpretativo de alcance más general: considerar un fraude la sustitución del enjuiciamiento político por el judicial en materias en sí mismas opinables. Los jueces no lo dicen, pero uno de los motivos para evitar esa confusión de planos es hacer posible el reproche específicamente político a las actuaciones del gobernante o representante público: la judicialización desvía el debate sobre esas decisiones hacia un terreno (delito-no delito) inmune a la crítica.

Ha habido por tanto un deslizamiento desde la restricción específica a la acción penal prevista en la Constitución para un supuesto extremo a otros más comunes; para ello, la fiscalía y luego la Sala eliminaron de una sentencia anterior la referencia a ese supuesto extremo (sedición, etc.) dando así alcance general al criterio marcado por el Supremo en relación con cualquier gobernante: por ejemplo, al presidente de una comunidad autónoma. E incluso se ha producido un deslizamiento ulterior al interpretar que el criterio del Tribunal Supremo es aplicable a cualquier representante político, por ejemplo un diputado autonómico. Bien puede decirse, por tanto, que el Supremo escribe derecho (y Derecho) sobre renglones torcidos.

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