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El tráfico de drogas en América Latina

La herencia siniestra de Alfonso Portillo

La visita que el presidente de EE UU, George Bush, realizará a Guatemala la próxima semana supone un soplo de alivio para el atribulado Óscar Berger, que termina este año un mandato bienintencionado, pero incapaz de poner coto al crimen organizado.

El presidente Álvaro Arzú (1996-2000), artífice de los acuerdos de paz, depuró las Fuerzas Armadas y desmanteló las mafias militares. España se hizo cargo de la nueva Policía Nacional Civil, en la que invirtió tres millones de euros entre 1997 y 1999. Ese año, el programa pasó a manos de la Unión Europea y se convirtió en el mayor proyecto en materia de seguridad en Latinoamérica. El balance que hoy hace de ese cuerpo su propio director, Erwin Sperisen, no puede ser más desolador: "La PNC está plagada de males. Existen más de 2.000 agentes vinculados al crimen organizado". Casi el 10% de la plantilla. Eso sin contar los 1.078 policías procesados en este Gobierno.

La profesionalización de las fuerzas de seguridad sufrió un retroceso en la presidencia de Alfonso Portillo (2000-2004), ahijado político del general golpista Efraín Ríos Montt y hoy prófugo de la justicia. "Con él las mafias de la contrainsurgencia regresaron al poder", coinciden los expertos consultados.

El efecto no se hizo esperar. Los decomisos de droga, que con Arzú habían llegado a las 10 toneladas anuales, se redujeron a la mínima expresión. En 2003, EE UU incluyó a Guatemala, junto con Haití, en la lista negra de los Estados colaboradores del narco.

El país no tardó en salir de ese catálogo ignominioso, pero las estructuras del crimen organizado ganaron el terreno perdido. De hecho, los organismos antidroga son depurados y refundados con una frecuencia insólita. "Necesitamos un servicio de inteligencia, fundamental para la política de prevención", dice el analista Héctor Rosada. "Pero antes, y sé que suena feo, Guatemala tiene que tomar medidas de excepción para recuperar el control".

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