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Reportaje:

Los romanos toman Nueva York

Para muchos significó uno de los finales épicos del siglo XX. En 1949, apenas 20 años después de que se terminaran sus suntuosas galerías, diseñadas por el conocido estudio de arquitectura estadounidense McKim, Mead and White para albergar la colección de antigüedades griegas y romanas del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, más de la mitad de ellas quedaron deshabitadas. Los filósofos griegos, las recatadas diosas y los cesaraugustos fueron embalados y guardados en almacenes para dejar paso al mundo moderno: oficinas, cuartos de baño y un restaurante público. Este último ocupó el corazón del gran esquema de los arquitectos: un clásico patio con peristilo inspirado en las villas aristocráticas de Pompeya y Herculano, bañado con luz natural a través de una enorme claraboya, y que se había ideado para mostrar las antiguas esculturas de mármol y bronce del museo.

Es cierto que, al principio, el restaurante (hecho con la ostentosa elegancia de los años cincuenta por la decoradora Dorothy Draper) causó revuelo y el museo lo describió orgullosamente en aquel entonces como "uno de los comedores más distinguidos y bonitos de Nueva York". Pero para cualquiera que pensara que los museos son, ante todo, lugares para contemplar obras de arte intemporales, parecía que un matrimonio muy feliz (la mejor colección de arte clásico de EE UU y el estudio de arquitectura de inspiración más clásica) se había roto.

Por suerte, tras 15 años de reflexión y cuidadosa planificación, por no mencionar los 170 millones de euros gastados en el proceso, el Met ha colocado por fin las cosas en su sitio, y los resultados son incluso mejores que antes.

El próximo viernes, el museo inaugurará la fase final de sus Nuevas Galerías Griegas y Romanas. Después de languidecer durante décadas en los almacenes, unas 6.000 obras de arte de los periodos helenístico, etrusco y romano volverán a estar a la vista. En algunos casos, las obras (muchas de las cuales fueron adquiridas durante los primeros años del museo, a finales del siglo XIX) van a hacer su debú público. Incluso las obras más representativas de la colección, que no fueron arrinconadas, vuelven a ver la luz recién salidas de los estudios de los conservadores con sus pátinas abrillantadas.

El conjunto de las nueve grandes galerías, que ocupa alrededor de 5.600 metros cuadrados, recupera, y en algunos casos realza, los planos originales de McKim, Mead y White (sobre todo en la utilización sutilmente matizada de la piedra caliza francesa para las columnas y en los detalles arquitectónicos del patio), con materiales que los arquitectos deseaban usar, pero que les fueron denegados durante la construcción a causa del estallido de la I Guerra Mundial. También se ha ampliado el patio con peristilo, añadiéndole un segundo piso, que armoniza mucho mejor con la gran galería central.

Carlos A. Picón, que como conservador jefe del departamento de arte griego y romano del Met desde 1990 ha supervisado cada aspecto de esta transformación, parece conocer al milímetro dónde y cómo se va a mostrar cada obra. Mientras camina ágilmente por las galerías, deteniéndose para hacer un pequeño ajuste en la colocación de un busto de un senador romano para que su mirada se encuentre con la nuestra, Picón no puede ocultar su placer ante este momento tan esperado. Al detenerse frente a un fragmento de dos toneladas donado por J. Pierpont Morgan, Picón recuerda el momento, en 1992, en que lo encontró en un almacén del sótano. Y al llegar a una portada artísticamente labrada montada sobre un muro, resalta: "Ésta es probablemente la primera vez que está en pie desde la antigüedad".

Otros logros tienen más que ver con la paciencia y la perseverancia, especialmente en un museo de arte con más de 3.000 empleados. Por ejemplo, costó más de dos años decidirse por el mármol rojo y verde del suelo del patio. "No se puede imaginar el número de personas sin el más mínimo conocimiento sobre el arte del mundo clásico que tenían opiniones profundamente arraigadas sobre el aspecto que debía tener este suelo", recuerda. Finalmente, el dibujo reproduce los pavimentos hallados en el Panteón y otras estructuras romanas.

Pero si ha habido un Marco Aurelio en esta prolongada campaña romana, ése ha sido el director del museo, Philippe de Montebello, que durante tres décadas ha guiado la institución a través de una revisión completa de sus colecciones y muestras, sin dejar de tener las puertas abiertas a unos 4,5 millones de visitantes al año.

Sin esperanzas de continuar la expansión por Central Park, y bajo la advertencia de que su altura no debía exceder la de su protegida fachada, que se extiende a lo largo de la Quinta Avenida, el personal del museo y los arquitectos comenzaron a "expandirse hacia dentro", lo cual se ha convertido en el mantra institucional durante los últimos 12 años. Desde entonces se han sacado galerías de los más sorprendentes espacios: armarios para escobas, conducciones de aire y, lo más espectacular, bajo las escaleras de la gran entrada, que ahora es un espacio para los textiles bizantinos tempranos.

Igual que el mencionado emperador romano, De Montebello está considerado el último de su especie; en este caso, la de los directores de museos capaces de controlar férreamente hasta el último aspecto de la dirección de instituciones tan vastas y valoradas. Habla seis idiomas y ha grabado todas las audioguías del museo, excepto las de japonés y mandarín. De su predecesor, Francis Henry Taylor, de quien fue la idea de convertir el patio romano en un restaurante, De Montebello comenta diplomáticamente: "A Taylor se le encargó que hiciera del museo un destino más llamativo y moderno para el público de su tiempo. Era evidente que no iba en contra del arte, pero no estaba especialmente interesado en las antigüedades, a las que se refería como cosas marrones".

La primera adquisición del Metropolitan Museum, fundado por un grupo de empresarios y artistas concienciados en 1870, fue precisamente un sarcófago romano; desde entonces no ha dejado de realizar adquisiciones y de mejorar sus grandes colecciones, que ahora llegan a los dos millones de obras de arte.

Desde que inició su mandato, De Montebello quiso devolver el arte griego y romano a las galerías creadas para ellos: "No está bien poseer una de las mayores colecciones del mundo de algo y tener la mitad escondida en el almacén".

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