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Reportaje:

Más allá del Sur

Fernando Savater

"¡Oh, Patagonia!", exclamó. "Tú no revelas tus secretos a los necios. Vienen expertos de Buenos Aires, incluso de Estados Unidos. ¿Y qué saben? Sólo cabe maravillarse de su incompetencia. Todavía ningún paleontólogo ha exhumado los huesos del unicornio".

(Bruce Chatwin)

Ah, pero usted? ¿todavía viaja?". Así le repuso la novelista Françoise Sagan a un conocido, empeñado en contarle no sé qué travesía de la que acababa de regresar. La impertinente pregunta no deja de ser válida: asombra un poco esta manía creciente de ir a sitios en los que nada se nos ha perdido y de los que volvemos casi siempre habiendo perdido algo. También los animales se trasladan, desde luego, pero tienen al menos coartadas evolutivas para sus migraciones. Sobre las de los pingüinos discute hasta altas horas de la noche con un ornitólogo el escritor Bruce Chatwin, en algún rincón de su inolvidable crónica En la Patagonia. Acaban preguntándose si también los humanos tendremos nuestros viajes programados en el sistema nervioso central: "Ésta parecía ser la única manera de explicar nuestro desasosiego demencial". Al cual llamamos turismo, para aliviarlo un poco.

Es muy probable que la Patagonia deba su nombre a las novelas populares, como California
En el mundo monosilábico al que derivamos, qué gratamente articulados son los argentinos
Darwin nunca consiguió olvidar la Patagonia; su fantasma le acompañó hasta su muerte
Al principio, Ushuaria fue poco más que una misión de anglicanos y un torvo penal

No hay remedio, somos inquietos, queremos viajar, es decir: curiosear por el mundo, mientras aún estemos en él. Incluso a los más sedentarios y burgueses, nos seduce de vez en cuando la tentación de lo exótico. Pero? ¿adónde iremos que cuando hayamos llegado, al poco rato, no nos parezca que lo conocíamos ya? Porque los lugares donde hay humanos se parecen todos bastante; y allí donde no hay más que naturaleza?, esos sitios son todos prácticamente idénticos, salvo la geología, la flora y la fauna, es decir, asuntos que apenas nos conciernen. De modo que para elegir el destino de nuestro viaje tendremos que recurrir a la mitología.

Bruce Chatwin se decidió a ir a la Patagonia por culpa de un correoso pedazo de piel lanuda que había en casa de su abuela, dentro de una vitrina, y que fue la obsesión de su infancia. Provenía de la Patagonia y supuestamente pertenecía a un milodón, el perezoso gigante desaparecido en la prehistoria. Sin embargo, ese trozo de pellejo parecía reciente, casi contemporáneo? ¿Acaso quedaban aún perezosos gigantes vagando ocultos y desconsolados por la estepa patagónica? Años más tarde, Chatwin cumplió la misión del niño y partió en su búsqueda. Para saber si finalmente los encontró, deben leer su libro, que ha funcionado como la reliquia del milodón para muchos de sus lectores, entre los que me cuento: nos ha empujado hacia la Patagonia.

Desde luego, el mito no es cuestión de simple lejanía. El nombre también ayuda, resulta esencial. Si decimos, por ejemplo, "me voy a Sidney", anunciamos un larguísimo traslado pero no una aventura; si en cambio decimos "salgo para la Patagonia", nuestro oyente siente un breve escalofrío, se le agolpan imágenes de estepas inmisericordes y de un cóndor sobrevolando un inmenso glaciar, incluso murmura: "¡Patagonia! ¡Qué suerte!". De ese nombre tuvo la culpa el gran navegante portugués Hernando de Magallanes, que intentó dar la vuelta al mundo y pereció en el intento (la hazaña la completó uno de sus compañeros, un caballero de Gernika llamado Juan Sebastián Elcano). Según cuenta el cronista de la gran expedición, el italiano Antonio Pigafetta, cuando las naves de Magallanes llegaron a la orilla de aquellas tierras, se les apareció de pronto "un hombre de gigantesca estatura, el cual, desnudo sobre la ribera del puerto, bailaba, cantaba y vertía polvo sobre su cabeza". El nativo era enorme: asegura Pigafetta que los expedicionarios europeos sólo le llegaban a la cintura. A esa gente (que a sí mismos se llamaban Selk'nam y también fueron conocidos como los Onas), Magallanes les bautizó como "patagones". Algunos dicen que el nombre se debe a lo enorme de sus pies, agrandados por unos borceguíes de piel que los hacían parecer aún mayores. Pero hay otra explicación: Magallanes era un ávido lector de novelas de caballerías, y en una de las más famosas, el héroe Primaleón llega a una isla perdida y allí se enfrenta con un terrible gigante llamado? ¡Patagón! (el episodio es un trasunto de otro de la Odisea, en el que Ulises ha de vérselas con el cíclope Polifemo). De modo que es muy probable que la Patagonia deba su nombre a esas novelas populares, como también California. Los adversarios delirantes de Don Quijote cobraron existencia más allá del océano?

En cualquier caso, el nombre funciona: la Patagonia atrae la imaginación de los turistas, que cada vez viajan a ella en mayor número. Y muy especialmente desde España. No faltan desde luego buenas razones paisajísticas, porque en la enorme bolsa patagónica ?que podría albergar cómodamente a España e Italia juntas? hay montañas impresionantes y estepas más impresionantes todavía, lagos de todos los tamaños y tonalidades, glaciares, insólitas formaciones rocosas, bosques y hasta la única selva fría del planeta, lejos de la zona ecuatorial que acoge a las demás. En cuanto a la fauna, pueden avistarse ballenas al alcance de la mano, lobos marinos de distinto pelaje, pingüinos, cóndores, guanacos, huemules, pumas, zorros antárticos?; por no hablar de los restos fósiles de milodones, megaterios, gliptodontes y del titanosaurio, grande entre los más grandes dinosaurios. Pero, sobre todo, la Patagonia es el sueño del descenso hacia el sur, más y más al sur, hasta donde la tierra acaba. Vamos allá.

Para comenzar por lo más suave, llegamos a Bariloche, en las estribaciones de la vertiente argentina de los Andes. La combinación de montañas boscosas y lagos suscita como primera impresión estar en una versión desaforada de Suiza o Austria. La ciudad de San Carlos de Bariloche debe su nombre a un error, fecundo como tantos otros: allí tenía antaño su almacén, que era también alto obligado de viajeros y centro de correspondencia, un chileno de origen alemán llamado don Carlos. Un pariente le escribió desde Europa equivocando el tratamiento en castellano y dirigiendo su carta a "San" Carlos. Al hombre le hizo gracia y se apropió, ya que no de la santidad, al menos del título. El resto viene del topónimo mapuche, Vuriloche, que significa "la gente que vive más allá de las montañas". Los mapuches fueron señores itinerantes de estas tierras, tanto del lado argentino como del chileno de la cordillera. Guerreros feroces y tenaces, que tuvieron en jaque a los blancos durante décadas y les infligieron serias derrotas. Los rifles acabaron finalmente con ellos. Dirigiendo esos rifles, el general Roca, que allá por 1879 culminó la victoria de la civilización en esas tierras y las conquistó para el Estado argentino, el comercio y los itinerarios turísticos, ustedes y yo. En el centro cívico de Bariloche ?una plaza de arquitectura postizamente suiza, donde no faltan los perros San Bernardo con su barrilito al cuello dispuestos para la fotografía y el reloj de la torre con su carillón de figuritas que al dar las doce giran como la historia misma, el indio, el conquistador, el colono, etc?? se alza la estatua ecuestre del general Roca. El gran hombre parece más preocupado que altivo, el caballo está visiblemente cansado y todo el pedestal aparece lleno de pintadas recientes, muy insultantes, contra el exterminador de los indios. Aún quedan mapuches: la mañana que yo paseé por Bariloche se manifestaban en la calle contra la absolución de un policía que había matado a uno de los suyos.

En invierno, Bariloche es una famosa estación de esquí. El cerro Catedral reúne a los aficionados a este deporte, que provienen de la Argentina acomodada y de otros países. El cerro Tronador recibe su nombre de los rugidos de los glaciares que cuelgan de sus flancos al soltar bloques de hielo. En esas pendientes está claramente marcado el retroceso del glaciar en los últimos años, debido quizá al calentamiento global. Al regreso de la visita, almuerzo en la hostería Pampa Linda, propiedad del gran escalador Sebastián de la Cruz, que subió al cerro Torre ?quizá la cumbre más difícil de la Patagonia? con sólo 17 años.

Todo ello lo hacemos viajando a través del Parque Nacional de Nahuel Huapi, el primero de los grandes parques argentinos y uno de los más hermosos. Esas tierras le fueron concedidas al perito Moreno como pago de sus servicios al Estado, y él las revirtió a la comunidad para que se convirtieran en espacio público de recreo y estudio. Francisco Pascasio Moreno, perito en la demarcación de lindes geográficos con Chile y cuyo nombre lleva al más célebre de los glaciares patagónicos (al que jamás llegó), fue en gran medida el descubridor de la Patagonia como paraíso natural. Está enterrado en una orilla del lago Nauel Huapi, en el centro del parque. Fue llevado hasta allí en un barco de pasajeros que aún hace servicios turísticos por el lago y que tiene el nombre conmovedor de Modesta Victoria. Cuando el barco lleno de curiosos pasa frente al monumento fúnebre, hace sonar su sirena tres veces, como sucede en otro contexto al comienzo de la novela de Joseph Conrad precisamente titulada Victoria. El lago abunda en rincones preciosos, como el bosque de enormes arrayanes (nada que ver con los de la Alhambra) o la selva fría valdiviana.

A poco más de una hora de Bariloche está El Bolsón (nada que ver con la familia hobbit), una pequeña localidad al pie del cerro Piltriquitrón donde se instalaron a final de los sesenta varios grupos de hippies en busca de un espacio naturalmente privilegiado (se supone que allí hay un grato microclima de propiedades regeneradoras) y tranquila reserva. Como debían de tener más o menos mi edad, supongo que la mayoría habrán muerto ya de viejos, pero aún creo encontrar algunos en la feria regional de artesanías que se celebra ese jueves junto a la iglesia. A pesar de su carácter turístico, muchos de los puestos venden cosas de buen gusto y calidad por encima de la media. Son especialmente curiosos los kultrum apuches, unos a modo de tambores que llevan en la piel el dibujo de las cuatro partes del universo según la mitología nativa, apoyada en la huella tridígita de la pisada del ñandú. Al menos esto es lo que creo entender de las explicaciones que me dan, porque en cada puesto hay un antropólogo asilvestrado dispuesto a la más amable (aunque a veces contradictoria) pedagogía. ¡Qué gratamente articulados son los argentinos! En el mundo monosilábico hacia el que derivamos, es agradable encontrar conferenciantes espontáneos en cualquier parte, por modesta que sea, bien hablados y razonados, aunque sobre cada punto interesante haya siempre al menos dos o tres versiones diferentes que contrastar?

Sigamos rumbo al Sur. El Calafate es una pequeña población que ha aumentado de tamaño y población mucho en los últimos cinco años, en proporción al creciente interés por el Parque Nacional de los Glaciares junto al que está. El rey de todos ellos sin duda es el glaciar Perito Moreno, un farallón de hielo que desciende hasta uno de los brazos del lago Argentino y que ocupa 250 kilómetros cuadrados. Sus proporciones son impresionantes: 30 kilómetros de largo, 5 de ancho y 160 metros de altura, 60 de ellos fuera del agua. A poco que se espere en las pasarelas dispuestas frente a él para contemplarlo a gusto, pueden oírse sus hondos rugidos, que suelen preceder al desprendimiento de algún bloque níveo y fantasmal. También es muy hermoso navegar a lo largo de su coraza.

La tarde está nublada, lo que hace resaltar aún más los bellísimos tonos azulados de las grietas de esas moles flotantes, que derivan con languidez titánica. Aunque no tan grandes como el Perito Moreno, los demás glaciares resultan aún más artísticos: el Upsala, el Onelli, cada uno tiene su perfil y hasta personalidad propia. Quizá el más bello sea el Spegazzini, con su impresionante muralla gótica de agujas y minaretes que se alza cien metros fuera del agua. En todo el trayecto, las aguas purísimas del lago tienen un tono blanquecino producido por la llamada "leche de glaciar" que desprenden los colosos. Y en las rocas que flanquean el Spegazzini, para completar la magia del momento, vemos a un cóndor adulto que nos contempla con cierta severidad.

Pero, con todo, no son glaciares ni bosques lo más impresionante de Patagonia. Lo verdaderamente único e inolvidable es allí donde no hay nada: la estepa. Kilómetros y kilómetros de soledad plana y desnuda, bajo un cielo inmenso por el que se arrastran largas nubes lenticulares que parecen alas olvidadas por ángeles aburridos que prefirieron venirse a vivir entre los hombres. La vegetación es mínima, a menudo totalmente inexistente: sólo se ven algunos valerosos calafates y pequeñas bolas redondeadas, grisáceas o amarillentas de coirón, el único atisbo de pasto que por allí puede encontrarse. Aquí y allá algunas rocas peladas, bloques erráticos abandonados en su marcha por glaciares de tiempos remotísimos. Y el viento, siempre el viento azotando y empujando con obstinación maligna, como si quisiera borrarlo todo de una vez para empezar de nuevo no se sabe qué historia: sólo los caranchos lo desafían de vez en cuando con su vuelo urgente y raso.

No es fácil comprender ni mucho menos transmitir el extraño arrobo de esta desolación sin confines. Así lo sintió Charles Darwin, que con sólo 22 años recorrió estos parajes con la expedición del Beagle, levantando acta de cuanto veía, fueran animales, rocas o fósiles. Tras haber mencionado la "maldición de la esterilidad" que abruma a la estepa, anota: "Sin embargo, en medio de estas soledades, sin que exista cerca ningún objeto atrayente, se experimenta una indefinida pero poderosa sensación de placer". Y nunca consiguió olvidar la Patagonia, cuyo fantasma le acompañó hasta el día de su muerte, tan lejano en el tiempo y en el espacio de aquel viaje iniciático.

No parece adecuado partir de Calafate sin visitar alguna de las estancias circundantes. De modo que volvemos a la carretera que atraviesa la estepa. En el camino, como es casi inevitable, pasamos por la estancia Anita, la más grande de toda la Patagonia y también la de más triste fama por las matanzas de huelguistas a comienzos de los años veinte. En aquellos días, el anarquista español Antonio Soto y algunos otros sindicalistas clandestinos trataron de conseguir mejoras laborales (tan modestas y razonables que hoy nos resultan conmovedoras) para los peones que trabajaban en las grandes estancias. Iniciaron un movimiento huelguista que no careció de algunos actos violentos contra los patronos. Los caciques locales, tanto argentinos como ingleses y norteamericanos, recurrieron al Gobierno de Buenos Aires ?era presidente Hipólito Yrigoyen? que después de algunos acercamientos paternalistas ordenó o permitió reprimir el levantamiento con crueldad memorablemente infame. Allí, en la estancia Anita, tras rendirse sin resistencia y ser desarmados, fueron ejecutados cientos de trabajadores ?en su mayoría chilenos que esperaban ser repatriados? por el Ejército argentino al mando del teniente coronel Varela. El episodio ha sido contado muchas veces por escrito, aunque quizá su narración más inolvidable sea la gran película dirigida por Héctor Olivera La Patagonia rebelde, con excelentes interpretaciones de Héctor Alterio y Federico Luppi. Revisada hoy, sigue siendo uno de los clásicos más limpios y conmovedores del cine de denuncia política que jamás se han hecho. Allá en Calafate no se habla mucho de la matanza ni de dónde tuvo lugar, pero hay junto a la carretera un modesto monumento coronado por una cruz y descuidado que marca el sitio más o menos exacto. En la placa, además de las fechas y la mención de la matanza, unas pocas palabras tomadas de una canción: "Si la historia la escriben los que ganan, quiere decir que hay otra historia". Amén.

En la estancia, contamos con la suerte de un día excepcionalmente claro, por lo que se divisa con insólita precisión el cerro Adriana, cuya silueta tutela a lo lejos el recinto. La Nibepo Aike es actualmente propiedad de don Juan, un hijo de holandeses procedente de la provincia norteña de Mendoza que comenzó trabajando en la Anita hasta casarse con la hija del dueño y convertirse en patrón de estas tierras. Todo ello pasó hace mucho: ahora es un amable señor mayor que toma el sol en el porche de uno de los edificios estancieros, mientras los visitantes llegamos y partimos en dóciles huestes. Tras almorzar un asado criollo en el que no puede faltar el omnipresente cordero patagónico, los turistas pueden dar un paseo a caballo o caminar por alguno de los senderos hasta el pequeño lago. Por el camino, veo en las ramas de los árboles unos curiosos adornos sedosos de tono blanco-amarillento llamados "farolillos chinos" y en otros lugares "barbas del diablo". Son vegetaciones parásitas que, como los líquenes, sólo aparecen en zonas donde el aire es de extraordinaria pureza. Y aquí tiene que serlo, sin duda: no debe de haber sitio menos contaminado en toda América.

Y sigamos hacia el Sur, más y más al Sur? hasta que se nos acabe la tierra. Si los Andes fueran la columna dorsal de un gigante, Ushuaia estaría situada en su rabadilla. Es la última ciudad, la más austral del mundo, aunque claro, según se mire: si se viene del Polo Sur, es la primera ciudad que encontramos. Y ¿por qué no darle de vez en cuando la vuelta al mapamundi y ponerlo con los pies en alto? Desde el aire, rodeada de montañas y derramada en torno a su puerto en la pequeña bahía que allí forma el canal Beagle, Ushuaia tiene un aspecto frágil y pintoresco. Abundan las casas pequeñitas, de madera y colores vivos, con aspecto inequívoco de haber brotado hace pocos años. Entre ellas deambula un gran número de perros abandonados, de todos los tamaños y pelajes, en distintos grados de asilvestramiento (estos perros sueltos son una constante en casi todas las poblaciones patagónicas, aunque aquí abundan más).

Cuando pasó por allí, a comienzos de los setenta, Bruce Chatwin anotó que en Ushuaia no había niños ni apenas jóvenes: hoy, por el contrario, son la mayoría de la población. Una política de incentivos económicos del Gobierno argentino para poblar la zona y darle peso demográfico frente al vecinísimo Chile es la causa de esta transformación. Y también el crecimiento del turismo (incluidas las giras por la Antártida, que está sólo a mil kilómetros de distancia) y los cruceros que dan la vuelta por el mítico cabo de Hornos y ascienden hasta Punta Arenas, situado en el extremo oeste del estrecho de Magallanes. Cuando se recorre el terreno circundante a Ushuaia se encuentran bastantes edificios en construcción y sobre todo numerosas parcelas vendidas, prueba de que los argentinos pudientes sueñan cada vez más con tener una segunda residencia en este lugar postrero. El caso es que el reclamo de la Tierra del Fuego prende cada vez más en las imaginaciones y, probablemente dentro de cinco o diez años, Ushuaia será muy diferente (en parte para mal y en parte para bien) de como la vemos hoy.

Fue también Magallanes, navegando arriesgadamente hacia lo aún desconocido por el canal que hoy lleva su nombre, quien la llamó "tierra de humo", al ver los penachos que se alzaban desde las fogatas de los indígenas. Más tarde, cuando Juan Sebastián Elcano informó a la Corona de los incidentes de su inmensa expedición, el rey Carlos V concluyó con lógica imperial que donde hay humo debe también haber fuego. Y con el nombre de Tierra del Fuego se quedó. Al comienzo, Ushuaia fue poco más que el emplazamiento de una misión de anglicanos británicos ?que solían ser diezmados con cierta frecuencia por los yamanas, los pobladores originarios? y luego un torvo penal para condenados especialmente peligrosos. El antiguo presidio de Ushuaia fue construido por los propios penados que debían habitarlo en obras que duraron desde 1902 hasta 1920; contaba con 380 celdas que llegaron a albergar 600 reclusos. Fue definitivamente clausurado en 1947. Ahora puede visitarse como museo marítimo, aunque conserva bien reconocibles sus antiguas instalaciones carcelarias y el recuerdo en muchas de sus celdas de los penados.

El museo guarda réplicas de los principales barcos que jugaron un papel en la historia de Ushuaia y Tierra del Fuego, desde la Descubierta y la Atrevida, las dos corbetas al mando de Alejandro Malaspina que llevaron a cabo la expedición científica más importante que acometió España en sus colonias de ultramar. Por supuesto, también hay una maqueta del Beagle, que al mando del capitán Robert Fitzroy, descubrió allá por 1831 el canal que lleva su nombre y en el que viajó un curioso llamado Charles Darwin. El capitán Fitzroy tenía 27 años, y el aprendiz de científico, cinco menos.

Como no puedo remediar que me atraigan los piratas, debo interesarme por la reproducción del Sokolo, la nave modesta y audaz de quien fue llamado "el último pirata del canal Beagle". En realidad se trataba de un contrabandista de alcohol y traficante con cueros de foca que respondía al nombre de Pascualín Ríspoli, más propio del banderillero de un cuento de Camilo José Cela que de un corsario como es debido. La hazaña más famosa de Ríspoli fue su participación en la fuga del anarquista Simón Radowitzky, condenado de por vida a Ushuaia por el asesinato de un funcionario en Buenos Aires. La evasión estuvo marcada por episodios entre grotescos y dramáticos, pero el dudoso pirata cumplió su parte y navegó con el evadido por el Beagle hasta dejarle en un lugar inhóspito pero seguro. Todo fue inútil ?salvo para la leyenda, que es lo que cuenta?, porque finalmente Radowitzky fue apresado de nuevo en Punta Arena y devuelto al presidio de Ushuaia.

Frente al puerto, en uno de los más antiguos edificios de Ushuaia que antes fue casa del gobernador ?o equivalente? y después banco, se alberga el llamado "museo del fin del mundo". La colección heterogénea no es tan memorable como ese nombre. Hay una melancólica vitrina con pájaros disecados, entre los que destaca un albatros especialmente apolillado pero de colosal envergadura, el mascarón de proa imponentemente femenino del Duchess of Albany, embarrancado en la caleta Policarpo el 13 de julio de 1893, varias fotografías de Ushuaia en los años treinta ?no cabe duda de que han progresado? y diversos recuerdos e imágenes de los tehuelches o yamanas, los indígenas locales. En la pequeña localidad de Puerto Williams, en la orilla opuesta del canal Beagle, vive aún (ya nonagenaria) la última representante de esa etnia por la que ahora, ya convenientemente exterminada, se muestra el más vivo y conmovedor interés antropológico. Siempre ocurre lo mismo?

Embarcamos en el puerto de Ushuaia para una breve excursión por el canal. Entre las embarcaciones que allí fondean destaca un yate algo más pequeño que un trasatlántico, con pista de aterrizaje en la popa y helicóptero incorporado, que los comentarios de la gente conceden en propiedad al mismísimo Bill Gates. Por lo visto el gran hombre está a punto de partir para la Antártida en esa nave confortable. Nuestro vapor es mucho más modesto, pero suficiente para nuestro empeño. La navegación por el canal Beagle nos va llevando de islote en islote por unas aguas tranquilas como las de una piscina?, aunque nos advierten los marineros que no siempre son así. En la isla Bridges, la más próxima al puerto, ya encontramos lobos marinos de un pelo yaciendo como odaliscas de Ingres, aunque algo más gorditos, y rodeados por cormoranes imperiales, una de las aves de mejor diseño que conozco. Poco más allá, en otro islote, están los lobos marinos de dos pelos, que son los más apreciados por los cazadores de pieles. La verdad es que no tengo muy claro la diferencia pilosa entre unos y otros, pero por lo visto es sustancial: yo aprendí a distinguirlos no al natural, sino en los cuentos leyendo al vigoroso narrador chileno Francisco Coloane, que es uno de los mejores y más imaginativos cronistas de estas tierras fueguinas. Cerca de los hogares de los lobos marinos encontramos la roca sobre la que se alza el faro Les Eclaireurs, el más austral de todos los que existen. Es éste realmente "el faro del fin del mundo", pues aquel otro que polariza la novela de Julio Verne del mismo título se alza en la isla de los Estados, frente a la punta este de la bota de Tierra del Fuego, pero está situado un poco más al norte. Por cierto, yo creo que toda la retórica en torno al "fin del mundo" que estimula la fantasía de los viajeros por Tierra del Fuego se debe en buena medida a la sonoridad y celebridad del título de Verne. Está bien que así sea, porque las obras completas del autor francés aparecieron bajo el título global, de obvias resonancias preturísticas, de Viajes extraordinarios.

Seguimos durante más de una hora por el canal Beagle, rumbo a la isla Martillo, donde está la pingüinera. Mientras navegábamos hacia ella, se me venía a la cabeza una gansada que leí en uno de los diccionarios de mi admirado José Luis Coll: "Ningüino, exclamación del explorador antártico cuando llega a la pingüinera y está vacía?". Bueno, pues no fue nuestro caso. En la isla Martillo se apretujaban los pingüinos magallánicos, apresurándose de acá para allá como maîtres de un restaurante caro. Mientras los miraba, cándidos y polares, me despedía allá ?en el sur más allá del sur? de la Patagonia. Y se me agolpaban las ganas de regresar para visitar tanto como me falta de sus maravillas y misterios. Porque durante el viaje, ante incomodidades o fastidios, uno anhela cien veces volver; pero cuando llega la hora del regreso, incluso antes de partir, ya empieza la nostalgia no tanto de lo remoto como del hecho heroico de haber abandonado nuestras rutinas. Y vienen a la memoria los versos de Jorge Ortega en Rutas alternas: "Anclado en el desierto, / no habrá ya laberinto en el que extraviarse. / Elige, pues, el más largo trayecto / para volver a casa".

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