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Columna
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Teléfonos de nuestra vida

Uno nunca sabe dónde va a tropezarse con las grandes explicaciones de la vida. A veces sucede de una forma imprevista, como a mí hace unos días. Iba andando y andando y andando por la Gran Vía madrileña, cuando al llegar a la altura del edificio de Telefónica se abrió una gran puerta giratoria a mi paso que me dijo, entra, y entré lentamente sin saber muy bien qué hacía allí. Era una tarde extraña, entre plateada y rosa, tormentosa sin tormenta, melancólica. Daba la impresión de que el cambio climático, del que nos habla Tim Flannery en su fundamental y esclarecedor libro La amenaza del cambio climático (Taurus), se iba a producir de un momento a otro y que nos iba a pillar en la calle. En la acera había un grupo de jazz tocando y los transeúntes pasábamos a su lado con nuestros mejores andares y garbo como si estuviéramos en el rodaje del final del mundo y no quisiéramos estropearlo.

Éste sería un momento tan malo como otro cualquiera, pensé mientras me dejaba transportar por la puerta giratoria hasta la exposición, que albergan estas instalaciones, de teléfonos de distintas épocas y todo lo referente al principal invento de nuestra civilización después de la luz. Todos los modelos aunque fueran del año de Maricastaña me resultaban familiares porque los había visto en el cine. Ese aparato con un gancho al lado que manejaban con tanta soltura Cary Grant y Humphrey Bogart. O las telefonistas de El apartamento, de Billy Wilder. Precisamente hay una reproducción muy emotiva en esta muestra de una larga centralita con clavijas y luces rojas y verdes y las operadoras sentadas en fila y uniformadas en las posturas más cómodas que podían adoptar para que no se les hinchasen las piernas. Detrás de ellas, en un pupitre aparte, una encargada vigilaba su trabajo, ¿tal vez para que aquellas chicas que tanto han llenado la pantalla con sus voces cruzadas y sus manos ágiles y su profundo conocimiento del ser humano no escuchasen más de la cuenta? Una voz a mi lado me sacó del ensimismamiento. "Así se hace", nos dijo a unos cuantos presentes, "así entra la llamada, así se retiene, así se pasa". El mostrador de madera con las clavijas y cordones recordaba un piano, era pura artesanía. Pertenecía a los tiempos en que hablar por teléfono era un acto artesanal e incluso artístico, en que la voz tenía vida propia y producía atracción o rechazo al margen de sus dueños, a quienes en ocasiones era mejor no conocer, más o menos como ahora. Pero sobre todo podía arrastrar al enamoramiento. Una vigilante, en plena demostración de aquella simpática señora, nos advirtió de que aquellas reliquias no se podían tocar. Entonces la señora se volvió a ella y le contestó que ya había estado tocándolas como telefonista de esta misma casa durante 40 años. Palabras mayores. A alguien así tendrían que haber salido a recibirla con trompetas.

Su marido y ella se habían conocido precisamente hablando por teléfono, digamos que sus voces se reconocieron y se gustaron, digamos que la voz es lo que llega más lejos de una persona, digamos que es como el espíritu y que aunque cambie, porque con el tiempo se vuelva más áspera, no llega a cambiar tanto como el cuerpo. Quizá por eso, lo que al final quedan en las casas y castillos embrujados son las voces de sus habitantes. Sin embargo, ahora preferimos no comprometernos con la voz y escribir mensajes. Y sobre esto, el por qué rehuimos ese etéreo contacto, habría mucho que decir. Pero será en otra ocasión, porque aún tenía que pasar por los grandes teléfonos negros de Crimen perfecto y los blancos de Confidencias de medianoche, que tapaban media cara del usuario, hasta entrar en una habitación en que se levantaban imponentes bloques metálicos con cables y palancas, sin los cuales nada era posible.

Fue espectacular comprobar cómo por una nimia llamada se ponía en movimiento todo un universo de piezas que iban chocando unas con otras. Y esto sucedía tanto si la llamada servía para salvar una vida como para cualquier tontería. Digamos que el universo es ajeno a lo que consideramos importante o no, y que nosotros somos ajenos al complejo engranaje que entra en funcionamiento con cualquier acción, con cualquier palabra, con cualquier mirada. He ahí el cambio climático como respuesta. Estamos acostumbrados a no ver la gran complicación que hay detrás de la vida. Si nos diésemos cuenta, quizá nos frenaríamos en este empeño por hacerla difícil y angustiosa. De hecho, en los modelos de central más modernos todo es más rápido, más fluido, más invisible, como si no pasara nada.

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