_
_
_
_
_
Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Viaje al corazón de las tinieblas

Mis hijos me aconsejaron que dejara en casa las tarjetas de crédito y que llevara en la cartera no más de 20 euros. Luego me acompañaron hasta la boca de Rocafort y me despidieron con la ironía del experto que ve partir al novato hacia el corazón de las tinieblas.

Raramente utilizo el metro. No me enorgullezco de ello, más bien opto por ocultarlo, pues las pocas veces que confieso mi condición de ciudadano de superficie suelo provocar las loas más encendidas sobre la rapidez, racionalidad y comodidad del desplazamiento subterráneo. Sé que como cronista me pierdo mucho pulso humano, pero no puedo remediarlo; siempre he creído, con Enrique Vila-Matas, que las cuentas no cuadran, que el número de viajeros que baja a los andenes no se corresponde con el de los que emergen a la postre. Indefectiblemente faltan unos cuantos. Y si no faltan, no son los mismos los que entraron que los que salieron: a algunos se les ha perdido el rastro para siempre, mientras que han aparecido otros que les suplantan gracias a su extraordinario parecido físico.

Pasadas las tres de la madrugada, la estación de Catalunya era una fiesta de jóvenes hablando todas las lenguas, incluso, créanme, el catalán
Más información
Éxito rotundo en la primera noche de apertura del metro

Pero la madrugada del sábado yo no tenía excusa: el metro iba a permanecer abierto durante toda la noche y mi misión era explicarlo. De modo que, armado de valor, sin tarjetas de crédito y con poco dinero, me puse en ruta por la línea 1 con destino al Hospital de Bellvitge. Pasaban algunos minutos de las dos de la madrugada. Antes de subir al tren, que tardó en llegar 7 minutos y 11 segundos, estuve entretenido tratando de descifrar alguna palabra del diálogo que mantenían dos mujeres de andén a andén: hablaban alto y claro -a gritos, para ser más exactos-, pero lo hacían en un urdu. En un extremo del andén, junto al túnel, un caballero miccionaba sobre las vías y yo pensé en el ministro de Justicia, digo, de Industria, cuando era alcalde de mi ciudad y recomendaba sortir pixats de casa, aunque me guardé mucho de ponderarle al caballero las virtudes de tal profilaxis, no fuera él a explicarme sus problemas de próstata. El tren llegó medio lleno. Cuadrillas de jóvenes con xibeca, botellones de litro y medio con limonada mezclada con algún otro brebaje menos inocente, etcétera. Y también -con eso no contaba- algunas parejas de personas de media edad, incluso mayores, que sin duda habían pasado la velada en el centro y ahora regresaban a sus casas. Risas y bromas, pero ambiente muy tranquilo. En Hostafrancs subió un grupo de chicos y chicas góticos, cabellos largos, lacios y negros, abrigos oscuros a lo matrix, plataformas de vértigo como calzado, cadenas colgando, polvos blanquecinos en el rostro y cráteres de los ojos excavados con abundante lápiz negro. Bajaron en Plaça de Sants sin apenas haberse dirigido la palabra entre ellos. A partir de ese punto el vagón se fue vaciando y en la estación Avinguda del Carrilet me quedé sólo. Pero en el final de trayecto descubrí que en el tren viajaba alguien más: una pareja de latinoamericanos, ella descalza, él con los zapatos de tacón fino de ella en la mano, que fueron gentilmente invitados a apearse del convoy por dos fornidos guardias jurados. "¿No se encuentran bien?", oí que les preguntaban solícitos los guardias, y los otros aseguraban que estaban estupendamente y preguntaban a su vez si aquello era la estación de Fondo, que se halla en el extremo opuesto de la Línea 1, en Santa Coloma. Cuando cayeron en su error, hicieron como este cronista, volverse atrás por la misma línea, aunque más tarde les vi bajar en Urgell, impelidos por quién sabe qué urgencia.

Pasadas las tres de la madrugada, la estación de Catalunya era una fiesta. Población estudiantil de marcha. Decidí tomar la línea 3 hasta Zona Universitària y durante el trayecto tuve una excelente compañía. Estaba el norteamericano cocido anunciando su condición de "nice guy" a dos muchachas locales, mientras su colega de farra se tocaba la sien con el índice para evidenciar la falta de cordura de su amigo. Estaba otro señor de ojos inflamados que de vez en cuando invitaba a gritos a guardar silencio a los viajeros, hasta que uno le espetó, cortante: "¡Cállate tú, imbécil!". Y él se calló, sin más historia. Estaba un equipo de algo (¿balonmano?) portugués, que se pasaba de mano en mano un modesto trofeo plateado. Estaba también un grupo de italianos hablando con las manos además de con la boca y también, créanme, un grupo de catalanes hablando en catalán. Y por fin estaban tres lolitas sentadas delante de mí, que se reían todo el tiempo. No de mí, pues estoy seguro de que ni me vieron. Era invisible para ellas, había desaparecido sin dejar rastro en la negrura helada del túnel.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

De vuelta a Plaça d'Espanya, me di cuenta de que en efecto yo no era la misma persona que había emprendido el viaje. Me parecía a él, pero no tenía ninguna de sus prevenciones sobre el metro. Especialmente cuando pensé en mis hijos, que con tanto tino me habían aconsejado y que a esa hora estarían sin duda viajando en metro de un lado a otro, tras haber dejado la moto en casa.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_