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EN SEGUNDO PLANO | Juicio por el mayor atentado en España

El juez: "Buenos días, Bruselas, ¿se oye bien?"

Antonio Jiménez Barca

A las nueve de la mañana, una hora antes de que comenzara la sesión del juicio, el técnico de comunicaciones Roberto Gallego, de Fujitsu, encargado de retrasmitir las sesiones por televisión, hacía pruebas con un colega belga emplazado en Bruselas. Verificaban la imagen, el sonido, las distintas tomas. Todo funcionaba bien. Así se lo comunicó Roberto al juez.

A las diez comenzaba, como todas las mañanas, la sesión. En la lista de testigos figuraba el nombre de Mourad Chabarou, conocido de Rabei Osman El Egipcio. Pero en las pantallas de televisión de la sala, en vez de los tres miembros del tribunal y la espalda del testigo, los procesados de la pecera blindada o la cara de la fiscal, apareció una juez morena y con gafas, nunca vista, sentada a una mesa. Gómez Bermúdez dijo entonces:

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- Buenos días, Bruselas. ¿Se oye bien?

"Perfectamente. Buenos días", respondió la mujer, sonriente, en un español impecable.

- ¿Está el testigo disponible?

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- Está entrando en la sala en este momento.

La sala del juzgado a la que se refiere esta juez (belga pero con familiares españoles, de ahí su dominio del idioma) está en Bruselas. Desde allí, por medio de una videoconferencia, iba a declarar Chabarou, preso en Bélgica, acusado de pertenecer al Grupo Islámico Combatiente Marroquí.

De no haber recurrido a esta forma, el tribunal español habría tenido dos opciones para interrogar a un encarcelado belga, dos opciones a cual más farragosa: enviar un cuestionario a la justicia belga para que el testigo respondiese por escrito -con lo que se perdería buena parte de la esencia del interrogatorio cara a cara- o desplazarse hasta Bélgica, con el consecuente gasto en dinero y tiempo.

No hizo falta. El rostro barbudo de Chabarou, vestido con una sudadera negra, apareció en la pantalla. Y su voz en árabe marroquí se escuchaba perfectamente. Una intérprete en Bruselas se encargaba de la traducción, lo que ralentizó un poco el desarrollo del interrogatorio, aunque no demasiado.

Sentado cerca del juez se encuentra el coordinador del equipo de traductores e intérpretes de este juicio, Abderrahim Abkari. Él entiende la lengua en la que se expresa el testigo. Y su misión consiste en advertir al juez si considera que ha habido un fallo en la traducción o si algo no ha quedado suficientemente claro. Hubo uno: el testigo se refirió a una forma ritual que la intérprete, al parecer, tradujo con más carga religiosa de la que en realidad tiene. Los procesados, desde la pecera blindada, lo advirtieron.

El juez, para evitar follones lingüísticos, demandó encarecidamente a abogados y a fiscales que hicieran preguntas directas, claras y sin discursito previo. A pesar de eso hubo abogados que incumplieron la norma y a los que Gómez Bermúdez despojó de la palabra sin contemplaciones.

Chabarou, con una botellita de agua y un vaso de plástico blanco a su derecha, va respondiendo poco a poco. Entre otras cosas, explica que El Egipcio, considerado por la fiscalía el cerebro de la célula islamista del 11-M, dormía junto a él en los sótanos de la mezquita de Estrecho, en Madrid, porque carecían de dinero para encontrar un acomodo mejor donde pasar la noche.

A las dos horas, la juez belga solicitó un descanso para la intérprete en Bruselas. No hizo falta porque el interrogatorio estaba a punto de terminar. Gómez Bermúdez espoleó a los abogados para que fueran aún más directos y breves. Después agradeció a Bruselas el esfuerzo. Y ordenó el receso de media hora.

Todo salió bien. Una prueba de ello es que durante esa media hora de descanso se hablara tanto de las barbas, los pelos y el testimonio de Chabarou como del hecho de haberlos traído por un cable desde tan lejos.

El Egipcio (segundo por la izquierda) escucha el testimonio por videoconferencia de su amigo Mourad Chabarou.
El Egipcio (segundo por la izquierda) escucha el testimonio por videoconferencia de su amigo Mourad Chabarou.EFE / TVE

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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