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La muerte de un gran maestro
Columna
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El músico y el ciudadano

La muerte de Mstislav Rostropóvich deja a la música sin uno de sus últimos emblemas. El fabuloso violonchelista ruso ha sido uno de sus grandes nombres durante más de cincuenta años de carrera y uno de esos artistas que, quiéranlo o no ellos mismos, rebasan las fronteras -a menudo opacas, otras veces como de papel- que separan su actividad profesional de su actitud ciudadana. Durante unos cuantos años a Rostropóvich le tocó vivir de cerca los inconvenientes -por decirlo suavemente- que el régimen soviético ofrecía a sus intelectuales -y no sólo los generados por el estalinismo, que le cogió todavía joven- hasta el punto de verse obligado a abandonar su país y desposeído de su ciudadanía. La razón de su marcha no fue otra que la de haber prestado ayuda al escritor Alexandr Solzhenitsin, duramente hostigado hasta su expulsión de la URSS por el contenido de sus libros. Rostropóvich salió del aeropuerto de Moscú el 26 de mayo de 1974, tres meses después de que lo hiciera Solzhenitsin. La persecución y puesta en fuga de Solzhenitsin y Rostropóvich acabó sirviendo para dividir a los opinadores acerca de la categoría moral de los implicados y de los valores de su arte, cuestiones que hoy nadie discute ante su evidencia, pero cuya evocación nos conduce por los oscuros caminos de la mezquindad intelectual. Cierta congoja producía también la publicación reciente de la fotografía de un Rostropóvich deteriorado pero feliz recibiendo una condecoración de manos de Vladímir Putin. Años antes le veíamos con su violonchelo en el muro de Berlín o sin visado, sin familia y sin nada en Moscú, en 1991 -había regresado por vez primera el año anterior dirigiendo a la Orquesta Sinfónica Nacional de Washington y siendo acogido como un héroe-, para ponerse al lado de Borís Yeltsin. Unas y otras son imágenes de un hombre que perteneció a un lugar y a un tiempo difíciles y exigentes.

Refleja la grandeza de un arte que se enreda con la vida, como en las grandes novelas. Y su vida lo fue
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Rostropóvich ha sido, más allá de su circunstancia, eso que se llama un artista universal. Su repertorio abarcaba desde Bach -cuyas Suites tocaba con una intransferible mezcla de emoción y capacidad analítica- hasta Dutilleux o Cristóbal Halffter. Había interpretado en público o grabado en disco músicas de Vivaldi, Boccherini, Beethoven, Brahms, Schumann, Dvorák, conciertos, música de cámara, con las mejores orquestas, con compañeros de fatigas como el pianista Sviatoslav Richter o el violinista David Oistrakh, con quienes compartió el triste episodio de una grabación del Triple concierto de Beethoven dirigida por Karajan. A los tres compatriotas les quedó la sensación de haber sido utilizados a mayor gloria de aquel rey Midas. La música rusa tuvo en él a un intérprete excepcional y un pretexto ideal para sus propios compositores. Prokófiev y Shostakóvich, maestros y amigos, en primer lugar, aunque también hubiera alguna presencia obligada y un tanto siniestra como la de Khrenikov. Su amistad con Benjamin Britten supondrá igualmente una relación artística que dio de sí obras como la Sinfonía para violonchelo y orquesta o las tres Suites para violonchelo solo, escritas pensando en él.

La técnica de Rostropóvich era extraordinaria y su compromiso con la música que amaba de verdad le llevaba a conseguir interpretaciones de muy alta carga emocional. Y la adición de ambas cosas le hizo ser posiblemente el violonchelista más completo de los últimos años, suma elocuente de la elegancia exigente de Pierre Fournier, la pasión de Pablo Casals y la energía de Paul Tortellier. Un resultado que llegaba a la cercanía de lo perfecto gracias a ese catalizador difícilmente mensurable que llamamos genio, eso tan especial que después de Rostropóvich sólo poseyó con un violonchelo Jacqueline Du Pré, su alumna durante unos meses en el Conservatorio de Moscú, como lo fueron también Karine Georgian, David Geringas, Mischa Maiski, Ivan Monighetti o Natalia Gutman -ésta en la entonces Leningrado-. A su relación con ellos, a cómo lo veían en medio de sus problemas diarios con la situación política, dedica la cada vez más y mejor experta en estos temas Elizabeth Wilson un libro recién aparecido en el Reino Unido y publicado por Faber and Faber: Mstislav Rostropóvich. Violonchelista, profesor, leyenda.

Y, en efecto, de una leyenda estamos hablando ya. Con Rostropóvich desaparece un símbolo de unas cuantas cosas, de la grandeza de la música, de la resistencia por encima de cualquier esperanza que siempre le hemos pedido al intelectual oprimido, a ese que parece no tener derecho a cansarse porque si cede, los que viven mejor que él, en otros mundos, acabarán por devorarlo sin piedad. Símbolo también de la gran época de la industria discográfica. Mientras sus mejores registros siguen haciendo historia, hoy se están recuperando sus viejas grabaciones de la época soviética a precio de saldo. Es un Rostropóvich joven, fresco, decidido y en plenitud. Todo conforma, a estas alturas, a un protagonista de nuestro tiempo que refleja en sí la grandeza de un arte que a veces se enreda con la vida y consigo mismo, como pasa en las grandes novelas. Y su vida lo fue.

La reina Sofía y Mstislav Rostropóvich, en octubre de 2002.
La reina Sofía y Mstislav Rostropóvich, en octubre de 2002.EFE
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