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Columna
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La excepción necesaria

Para la mayoría de los artistas plásticos, exponer con regularidad su obra está indisolublemente unido al hecho mismo de ser artista; su visibilidad y, por tanto, su estima social y, desde luego, su supervivencia dependen de apariciones más o menos constantes en el ámbito expositivo.

El caso de Oteiza, representa una flagrante excepción. Al revisar su trayectoria artística, nos percatamos de que, salvo alguna exposición en su juventud y una muestra a los 66 años destinada a recaudar fondos para una vivienda, descartadas las retrospectivas y antológicas más recientes, el escultor prácticamente no hizo sino una única exposición en su vida activa: la celebrada en la Bienal de São Paulo en 1957.

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Como Juan Rulfo en literatura o Jean Vigo en cine, Oteiza pertenece a una estirpe de artistas para los cuales las escasas apariciones públicas de sus trabajos llegaron a ser, contra todo pronóstico, suficientes para impactar en el medio artístico con una fuerza difícil de igualar por otras presencias mucho más constantes y longevas.

Parecería como si Oteiza hubiera estado preparándose durante 30 años a la espera de una oportunidad idónea en la que volcar toda su propuesta artística. La invitación de Luis González Robles para participar en la bienal le ofreció un contexto internacional que propiciaba el escenario más eficaz. Consecuentemente, el escultor, con tenacidad, superó las restricciones formales y burocráticas hasta conseguir las condiciones más adecuadas para la mejor presentación de sus trabajos. Así, el límite de esculturas inicialmente fijado en diez pudo ser ampliamente superado al enviar 28 esculturas, y la ausencia de un catálogo de la delegación española fue suplido por una publicación editada por él mismo que incluyó el famoso e influyente texto Propósito experimental. La indefensión en el extranjero, típica de un artista español de esos años, se palió buscando contactos con delegaciones de Brasil que prepararon su llegada a ese país. Una vez allí, debatió directamente con los artistas y con miembros de los diferentes jurados, como por ejemplo el arquitecto Marcel Breuer, e intervino en coloquios radiofónicos y periodísticos de todo tipo. Todo ello tuvo como efecto que, para cuando se decidió otorgar el gran premio de escultura a Oteiza, éste era ya un personaje popular y querido, y su galardón fue celebrado por la crítica y el público.

Resulta sorprendente esa voluntad de Oteiza por jugárselo todo a una carta y, una vez ganada la mano, resulta no menos extraordinaria su firme determinación de abandonar la partida. São Paulo condensó el núcleo de una voluntad experimental y sistemática que fue fraguándose desde sus inicios artísticos en los años treinta y que tendría un colofón en los dos años siguientes, 1958-1959, con una serie de esculturas que denominó conclusiones experimentales y que le permitieron dar el siguiente y definitivo paso: el abandono de la práctica escultórica.

De la trayectoria artística de Oteiza habría diferentes cosas que aprender, pero ahora quizá sea un buen momento para reflexionar sobre el trajín expositivo al que muchos artistas contemporáneos se ven abocados. Las exposiciones, sometidas a una regularidad profesionalizada, burocrática, y respondiendo la mayoría de las veces a compromisos externos y no a verdaderas e íntimas necesidades comunicativas, en numerosos casos han acabado por convertirse en respuestas rutinarias y convencionales, insensibles a aquella afirmación de Wittgestein que el propio Oteiza subscribiría: "En el arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada".

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