En la línea del frente
Yemen y su presidente, Alí Abdalá Saleh, afrontan desde hace años una situación parecida a la de Pakistán y el general Pervez Musharraf. Los dos son aliados de Washington en la guerra contra el terrorismo, sus administraciones no controlan buena parte de sus territorios y sus poblaciones son pasto fácil del extremismo islamista.
Presidente de Yemen del Norte desde 1978 y desde 1990 del Yemen unificado, Saleh pasó de sospechoso a aliado de EE UU tras los atentados del 11-S. Atrás quedaron el apoyo a Irak en la guerra del Golfo de 1991 y el envío de miles de yihadistas a luchar contra la URSS en Afganistán.
Desde entonces, Yemen coopera en la lucha contra el terrorismo desde la primera línea del frente, no sin dificultades: en el país hay unos 60 millones de armas para una población de 20 millones, la renta per cápita no alcanza los 700 dólares y el 50% de los hombres y el 70% de las mujeres son analfabetos. El panorama se completa con un crecimiento demográfico desbocado, escasez de agua y el consumo masivo por los hombres de qat, una planta con sustancias estimulantes, que se traga la renta de las familias.
No es extraño, pues, que pese a los planes modernizadores de Washington, sean frecuentes los atentados -el más grave, el ataque suicida contra el destructor Cole en el puerto de Adén, en el que murieron 17 marinos de EE UU en octubre de 2002- y que el secuestro de occidentales se haya convertido en una de las industrias más florecientes del país.
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