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Reportaje:NUEVA ESCRITURA DE LOS CLÁSICOS

Cómo enfrentarse a Bécquer

TUVE LA suerte de descubrir a Bécquer en el momento adecuado, sobre los quince años; primero sus Rimas y luego, enseguida, sus Leyendas, que me fascinaron de inmediato por su tono romántico, sus amores inalcanzables, su aliento fantástico.

Cuando me pidieron de 451 Editores, hace apenas un año, que colaborara en el proyecto de remakes sobre las Leyendas, dije que sí sin pensarlo un momento.

A mí me tocó El beso. Leyenda toledana y, nada más releerla, me di cuenta de dos cosas: que la historia seguía siendo potente, y que el estilo había envejecido mal, que había quedado más que anticuado, rancio para el lector contemporáneo. De modo que tomé dos decisiones: modernizaría el estilo y la ambientación, pero conservando en lo posible la estructura, la longitud y las circunstancias de la historia original que, una vez adaptadas, podían seguir teniendo validez en nuestros días.

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Ahora bien, para traer esa historia a nuestra época y hacerla creíble no podía apoyarme en el mismo tabú que usa Bécquer: la blasfemia, sino uno de los pocos que aún quedan en nuestra sociedad: la necrofilia. Mi protagonista, a diferencia del oficial napoleónico que usa Bécquer, no se contenta con un simple beso a la estatua de mármol. Pero ¿qué clase de hombre puede desear a un cadáver, por hermoso que sea? Pensé de inmediato en un hombre joven, magnético, aficionado a lo gótico y a lo vampírico, fascinado por la muerte. Por tanto, mi relato ya no sucede en una iglesia, sino en un tanatorio, y lo que yo he escrito ya no es una leyenda toledana, sino umbrilitana, de Umbría, mi región inventada que ya aparece en otras novelas mías -El vuelo del Hipogrifo, El secreto del orfebre-. El beso, en mi versión, se ha convertido más bien en una leyenda urbana en la que lo romántico-gótico proyecta su ominosa sombra sobre nuestra realidad actual -internet, chats, conciertos de rock, moteros, amores adolescentes- y nos recuerda que lo fantástico puede aparecer en cualquier momento, aquí y ahora, para rozarnos con sus dedos helados y regalarnos el placentero escalofrío del terror.

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