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Reportaje:Mercado del arte

Originales infinitos

Comprar una obra de arte ha sido casi siempre una operación relativamente sencilla. Bastaba con tener dinero para pagar al artista o al galerista y uno sabía que se llevaba a casa un original irrepetible. Así es el caso de la pintura. Con la escultura, la operación se complica algo más. Pero muy poco. Es suficiente saber que son igual de originales las primeras seis copias y que si el artista así lo quiere, se puede llegar a doce. Si la pieza ha sido esculpida en hierro o madera, hay una sola obra. La llegada de la fotografía desbarató estas mínimas reglas y amplió el número de piezas originales hasta 20, lo mismo que ocurría con los grabados. Hasta aquí, todo bajo control. El desconcierto surge con la llegada del vídeo como forma de expresión artística a mediados del siglo XX y su popularización y consagración en la Bienal de Lyon de 1985. Desde entonces, son muchos los que se hacen preguntas sobre la comercialización de las obras en vídeo y, en especial, de las instalaciones que tanto siguen sorprendiendo en las bienales o galerías de todo el mundo. La transmisión electrónica del arte ha supuesto una revolución total en el mercado. Se crea con otros soportes y se negocia también de manera diferente.

¿Miedo a la piratería? Ninguno. No constan casos. Si se puede copiar legalmente, ¿para qué hacerlo en el mercado negro?
Todas las formas de expresión se alimentan entre sí y las barreras formales ya no existen
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El alma electrónica

Todo empezó con Robert Whitman en 1960. Utilizó imágenes de cine para las pequeñas piezas teatrales que después serían conocidas como performances. Su primera pieza se tituló American Moon y consistía en proyectar acciones repetitivas mezcladas con la reacción del público. En los ochenta, el soporte de cine fue sustituido por el vídeo y la modernidad artística hizo imprescindible su presencia. Bill Viola y Gary Hill fueron los nombres más notables que arrasaron con esta forma de trabajar. Los temas eran escenas cotidianas (lavarse el pelo, pasear en un parque, hablar con un perro) en las que la mirada del protagonista jugaba un papel fundamental. La acción duraba entre diez y quince minutos. Después, el vídeo se ha mezclado con todos los soportes artísticos imaginables. Todas las formas de expresión se alimentan entre sí y las barreras formales ya no existen.

¿Quién compra este tipo de obra?, ¿instituciones o particulares? ¿Cuántos originales venden? ¿Bajo qué reglas se mueve este mercado? Berta Sichel, responsable del departamento de videoarte del Museo Nacional Reina Sofía, afirma que aunque se trata de una forma de expresión artística consolidada desde la segunda mitad del siglo pasado, el mercado es relativamente nuevo. "Su funcionamiento es producto del consenso. Es muy similar al de la fotografía: se considera original entre las seis y las veinte reproducciones. El autor se queda con la copia máster". Pero eso es una regla orientativa, lo mismo que la duración de una de estas piezas. Los doce minutos habituales son más consecuencia de un acuerdo psicológico que de una regla definida.

Lo que el coleccionista compra y se lleva es arte. El objeto físico que adquiere consiste en un original en el sistema en el que haya sido filmado, dos copias en DVD y un certificado que le extiende el vendedor o, a veces, el propio autor.

Los galeristas que habitualmente exponen y venden obras realizadas con este soporte argumentan que es muy importante conservar la primera copia en el formato original. "Las versiones en DVD son para la exhibición y se estropean muy rápido. Aunque se puedan hacer muchas copias, nunca serán igual al original".

José Guirao, director de La Casa Encendida, una de las instituciones que más atención presta al videoarte, adelanta que ellos no compran, no tienen mediateca, pero que cuando exponen sí tienen que adquirir los derechos de exhibición. Hacen una media de ocho exposiciones anuales en las salas convencionales y cuatro fuera de estos espacios. "Ese derecho es, por el momento, ilimitado. Tú acuerdas una cantidad con el artista o el galerista y lo puedes proyectar las veces que quieras, aunque hay un sector que reclama que se cobre por proyección, pero de momento no han conseguido que sea así".

Se puede proyectar las veces que quieras, pero en determinadas condiciones. "Para los artistas", explica Guirao, "es fundamental respetar el formato original y exigen que se proyecte en el formato en el que fueron realizadas: super-8, 16, beta... Es una situación similar a la del cine. Si se cambia el formato, el resultado también es diferente. El grano del celuloide se pierde ante los píxeles".

Los precios están también sometidos a las reglas generales del mercado. Por ejemplo, en el Reina Sofía compraron una instalación de Joan Jonas. Consistía en dos vídeos. Uno en blanco y negro, realizado en 1974, y otro, en color, en 2000. Se considera una pieza única. Por ella el museo pagó 160.000 euros. En el caso de que sólo hubieran adquirido uno de los dos vídeos, el precio hubiera sido de 1.000 euros y tendrían derecho a hacer 500 copias.

Al adquirir la instalación completa, los vídeos más el ordenador, las copias pueden ser ilimitadas. Berta Sichel explica que el vacío legal supone que, en realidad, el número de copias puedan ser infinitas. ¿Miedo a la piratería? Ninguno. No constan casos. Si se puede copiar legalmente, ¿para qué hacerlo en el mercado negro? -

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