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Reportaje:DE VIAJE

Polvo, ceniza, nada

Andrés Trapiello

Vamos al Rastro cada domingo desde hace unos treinta años, y no ha habido un solo rastro igual a otro. Quizá haya sido ésta la razón por la cual ha perseverado uno a lo largo de tanto tiempo, tenaz y candorosamente y a menudo en condiciones extremas, desde las siete y media de la mañana, con frío y viento, con sueño y con cansancio, en invierno antes de que salga el sol, y casi siempre con poco dinero, que es la más penosa, inclemente y paradójica condición para ir al Rastro, ya que de todos modos va uno allí a comprar las cosas baratas y sabiendo que lo último sería confundir valor y precio. Pero lo cierto es que no sólo le ha movido a uno el plebeyo y legítimo placer del regateo. Al contrario, diría que éste ha estado siempre en segundo lugar. Uno va al Rastro a encontrar, a encontrarse más bien, con algo que no hallará en ninguna otra parte, algo genuino, original, extraño, inesperado: no ya el mapa del tesoro, o el tesoro mismo, sino la clave de su vida, un arcano imposible. Ese día no ha llegado aún, y por eso, decía, sigue yendo uno allí, en invierno y en verano, con frío o con calor, llevado por la vaga esperanza de que salga a nuestro encuentro la última verdad de nuestra vida, acaso nuestros propios despojos anticipados. Es decir, va uno a buscar algo que no está en venta. De hecho en todo este tiempo lo más valioso que ha mercado uno le ha salido gratis: el despertar de los gorriones, el sol en la vieja chimenea de la fábrica de gas, las sentencias memorables de los patriarcas gitanos, las gracias de los pícaros, la musiquilla que levantan tras de sí las ilusiones...

Sólo se encuentra, reconociéndolo, lo que uno lleva consigo dentro, lo cual no es sino la aplicación de la teoría platónica al mundo de la pesquisa
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He visitado los rastros de otras ciudades, las Pulgas y el fabuloso Mercado Brassens de París, Portobello y los Camden de Londres, la Lagunilla de México y el San Telmo de Buenos Aires, el Tristán Narvaja de Montevideo y el mísero de Bogotá, el decepcionante Porta Portese de Roma y los arrabaleros Encantes de Barcelona, y muchos otros, claro, de los oscuros burgos españoles, pero ninguno se parece a nuestro descacharrado Rastro de Madrid, espejo de lo que Moreno Villa llamaba, paradigma de lo español, "pobretería y locura".

A lo largo de estos treinta años ha pasado uno en él muchas horas, ha conocido a cientos de rastreros, almonedistas, aljabibes, zarracatines, anticuarios, alfarrabistas, pordioseros, descuideros, improvisados, basuristas, barateros, vagabundos, y ellos le han conocido a uno. Con muchos hemos hecho tratos en el lírico y ultraísta Campillo del Mundo Nuevo, que en tiempos de Galdós y Baroja se llamaba las Américas, y en esa provinciana plaza de Vara del Rey que en primavera, sombreada por los castaños de Indias en flor, es casi bonita, y en las calles del Carnero, de Mira el Río o de Carlos Arniches, donde había hasta hace poco una corrala tan destartalada como todas y cada una de las criaturas solanescas que vendían en aquel patio sus piltrafas. En estos treinta años ha celebrado uno los hallazgos y se ha entristecido no siempre de forma deportiva por todo lo que se le fue o dejó ir, de manera insensata, olvidándose de la única máxima útil: únicamente nos arrepentimos y nos acordaremos, a veces durante toda la vida, de lo que no hemos podido comprar por insolvencia o de lo que abandonamos por indecisión. Lo que compramos, a veces fruto de un capricho pasajero, lo olvidaremos pronto. ¿Qué significa esto? Que sólo lo fugitivo permanece y dura, para decirlo con un verso famoso, y, una vez más, que en el Rastro es donde se anuncian las cosas, no donde acontecen, de ahí ese carácter suyo fantasmal y enmascarado.

Tal vez por ello el Rastro desespere a tanta gente, que parece apartarse de él desengañada, a veces furiosa, bien porque no ha encontrado el objeto de su deseo bien porque ha visto cómo acababa en otras manos, sin comprender que el deseo es siempre inalcanzable. La dedicatoria que figura en el libro que lleva uno escribiendo sobre el Rastro, desde ni se sabe cuándo, dice textual: "A quienes nunca encuentran nada". Cuando mi hijo menor atravesó, hacia sus diez o doce años, su fase de corsario, pidió acompañarme para buscar allí un florete, una espada, un sable. Le valía cualquier hierro buido con el que pudiera esgrimir sus acuciantes ansias de aventura. Le confesó uno entonces que en el tiempo que llevaba yendo al Rastro jamás había visto ni tenido noticias de sables, espadas o floretes. Con todo, insistió en ir, y ese día, apenas puso el pie en el Campillo, mi hijo descubrió su primera espada y otras cinco más, donde elegir. Pensé que había sido una casualidad, pero lo cierto es que a partir de entonces fui fijándome, y pude comprobar que las espadas comparecían cada semana como cualquiera otra de las mercancías allí convocadas. Esta experiencia estuvo en el origen de la segunda ley universal del Rastro, tal vez la que podría evitar muchas tontas desesperaciones y fantaseos: sólo se encuentra, reconociéndolo, lo que uno lleva consigo dentro, lo cual, dicho sea de paso, no es sino la aplicación de la teoría platónica al mundo de la pesquisa.

La nuestra ha sido siempre la de los libros y los papeles viejos, la de los cuadros sin pedigrí, la de las pobres criaturas que parecen, como los perros callejeros, estar esperando un amo con el que dar fin a sus penalidades e intemperies. Hablo en plural, porque desde hace treinta años hemos ido siempre juntos: el poeta y crítico de arte Juan Manuel Bonet, el pintor José Vázquez Cereijo y yo mismo. Nos llevó al Rastro, entre otras cosas, la búsqueda de los libros de Gómez de la Serna, de Galdós, de Baroja, de Azorín, de Juan Ramón, de los Machado, de Valle, de D'Ors, de Fortún y Canedo, de Sánchez Mazas, de Jiménez Fraud, de Cossío o de tantos escritores españoles cuyas obras, agotadas, difamadas u olvidadas, hacía mucho tiempo habían sido expulsadas de la misérrima cultura española de entonces. En aquellos autores, tachados a menudo de menores, garbanceros, castizos o reaccionarios, descubrimos nosotros una verdad propia sólo de los clásicos: que lo llamado a ocupar el alto cielo suele nacer de unas cenizas, y al Rastro va uno a eso, a constatar que somos, como se lee en el sepulcro del cardenal Portocarrero, "polvo, ceniza, nada".

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