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Columna
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El signo de la banalización

José María Ridao

A medida que pasa el tiempo, el testimonio sobre los campos de exterminio va desembocando en la ficción y la fantasía.

Algunos supervivientes, como Imre Kertész, han visto en este inexorable trasvase el único camino para evitar que el horror caiga en el olvido. Por eso tomó partido en favor de La vida es bella, una película en la que Roberto Benigni se propuso expresar la tragedia del Holocausto mediante recursos propios de la comedia, desencadenando una polémica acerca de la conveniencia de introducir el humor en el tratamiento de un drama aún demasiado cercano. Es lo mismo que había intentado el director rumano Radu Mihaileanu con El tren de la vida, cuyo guión, conocido por Benigni, planteaba por primera vez el desafío al que responde la forma de tratar ambas historias.

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Si, como dice Kertész, la ficción y la fantasía deben dar continuidad al testimonio, entonces las obras que aborden el Holocausto no tendrían que enjuiciarse por la fidelidad en el reflejo de lo que pasó, sino por el valor de su forma artística, por la solvencia de su realización. Lo contrario sería tanto como decir que la elección de algunos temas, y entre ellos el Holocausto, garantizan al artista la inmunidad frente a la crítica.

Y como materia para la ficción y la fantasía, el tratamiento del Holocausto no podría estar vedado a ningún género ni a ninguna expresión artística. Es lo que han debido de pensar los responsables de la Fundación Ana Frank para autorizar un musical sobre su historia.

La banalización del Holocausto a la que se referían hasta ahora algunos supervivientes, incluido Kertész, no tenía que ver con el hecho de que se tratara como comedia, sino con que se generalizara el término de Holocausto para designar otros crímenes. Ahora la banalización podría presentarse bajo otro signo, el que encarnan los productos comerciales y de masas.

¿Frustran estos productos la confianza en la ficción y la fantasía como relevo del testimonio?

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