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ÍDOLOS DE LA CUEVA | Andalucía, una encrucijada literaria
Columna
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Retrato de niño con urraca

Manuel Rodríguez Rivero

Por algún oculto motivo que tendría que analizar tumbado en el diván, cuando pienso "infancia" me viene a la cabeza el retrato del niño don Manuel Osorio que pintó Goya y se conserva en el Metropolitan de Nueva York. Representa a un jovencísimo infante, espectacularmente vestido de rojo, que sostiene con su mano derecha una cuerda atada a la pata de una urraca, su animalito de compañía, mientras, al fondo, tres gatos la contemplan con ojos codiciosamente abiertos y actitud amenazante; en el suelo, a la izquierda del niño, reposa una jaula con pinzones. Supongo que el artista se propuso reflejar oblicuamente las frágiles fronteras que separan la inocencia infantil del imperio de las fuerzas del mal: completamente absorto en sus propios pensamientos, el niño Osorio permanece ajeno a un drama que podría desencadenarse en un abrir y cerrar de ojos, y que se nos antoja tanto más ominoso por la desarmante candidez del sujeto.

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"La buena literatura es un tributo a la fragilidad humana, a la muerte"

Uno no puede elegir las asociaciones que dicta el inconsciente, aunque le parezcan injustas. Mi infancia, que es de la que puedo hablar con más conocimiento, estuvo -a un nivel muy diferente a la del niño Osorio, hijo del conde de Altamira- desprovista de cuitas o apuros económicos y colmada con el cariño de mis padres y abuelos. Pero, si vuelvo la vista atrás, conservo de ella una sensación incómoda, como de estar siempre esperando que sucediera algo que no acababa de llegar y que, quizás, no era bueno que lo hiciera. Si se me diera la oportunidad de viajar en la máquina del tiempo y repetir la experiencia creo que saldría corriendo.

Los tebeos y los libros infantiles fueron el bálsamo -mis urracas de compañía- para muchas de esas angustias no fácilmente expresables. Pienso en ello a propósito del Día Internacional del Libro Infantil, que se celebra mañana (hoy, para ustedes). Una celebración significativa en un mundo en que las tentaciones de la tecnología se han convertido en rampante competencia para esa relación casi mágica de intimidad que los niños establecen con las historias que contienen los libros: primero, gracias a la lectura en voz alta de sus padres, y luego -cuando se produce el milagro de juntar los signos y llega la iluminación del sentido-, por sí mismos. En soledad gloriosa.

Desde mediados de los setenta, cuando se inició el boom de la literatura infantil y juvenil (LIJ) en España, las cosas no han cesado de progresar en este campo. Contamos con la mejor materia prima: excelentes e imaginativos autores e innovadores ilustradores de reputación internacional. Las cifras del sector son espectaculares: los grandes grupos y las editoriales independientes se han encargado de colocar la LIJ española en los primeros puestos del ranking mundial, como se comprueba estos días en la Feria de Bolonia; su facturación ha aumentado en el último año en un 14,8%, lo que ha provocado que en el Anuario sobre el libro infantil y juvenil 2008 de la Fundación SM se le califique de "motor del sector". La LIJ supone un 17,7% de todos los títulos editados y un 18,1% de los ejemplares vendidos, lo que no es ninguna bagatela. Y los catálogos de nuestras editoriales albergan 50.000 títulos vivos a disposición de quien lo desee.

Y, sin embargo, no hace falta leer el informe PISA y sus devastadoras conclusiones sobre la deficiente competencia lectora de nuestros jóvenes, para darse cuenta de que algo no funciona. Y lo que falla no se encuentra en la parte sectorial (la cadena del libro: del autor al librero), sino en la formación de auténticos y duraderos hábitos de lectura. Más campañas dirigidas a padres y educadores. Más concienciación. Más voluntad y muchos más medios por parte de los ministerios e instituciones autonómicas implicadas. Prestigiar el libro es el objetivo. Y desde el nivel más primario. Desde el nivel de la urraca.

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