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Columna
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Convergencias y afinidades

Diego A. Manrique

Hay un cine que es rock, al menos en actitud. Hay un rock que ambiciona ser cine, en capacidad narrativa. Y entre medias, todo tipo de solapamientos.

Todos parecen tener el síndrome de la hierba del vecino. Es decir, la envidia por el mundo creativo ajeno. La gente de la música pierde su (escaso) sentido del ridículo cuando atisba la posibilidad de hacer cine; infinita la lista de cantantes que han probado suerte como actores, ignorando que precisamente su poderosa imagen les dificulta encarnar a otros personajes, a no ser que deriven de su propia mitología (caso de muchos de los papeles que interpretó David Bowie). La atracción por el cine es adictiva: un Mick Jagger ansioso por abrirse una carrera fuera de los Stones hasta terminó fundando una productora…, que no le ha dado grandes satisfacciones. Igual podría afirmarse de los artistas ambiciosos, que se han atrevido a ejercer de realizadores: desde Zappa a Neil Young, pasando por Dylan o Byrne. Más cercanos a nosotros, hallamos a Fito Páez o Antón Reixa. Esa querencia podría ser juzgada como una aberración pero, ojo, ocurre algo parecido en dirección contraria. Muchos actores desarrollan fugaces carreras musicales —el último ejemplo, Scarlett Johansson con sus versiones de Tom Waits— o se apuntan a cualquier proyecto que les aporte un gramo de credibilidad rockera. Eso ha generado algunos discos muy embarazosos y muchos cameos irrelevantes. Uno traga saliva al ver a Johnny Depp, disfrazado de pirata del Caribe, opinando sobre el tormento vital de Joe Strummer, en el documental Vida y muerte de un cantante. Sin olvidar, para completar la paradoja, que el propio Strummer se refugió en el cine —como actor y autor de bandas sonoras— cuando cerró su etapa con The Clash.

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Las entrañas del rock

En realidad, la producción de Hollywood (y su suburbio indie) de los últimos treinta años revela una coincidencia generacional: los cineastas pertenecen a la cultura rock y procuran hacerlo evidente. Abundan las películas que se bautizan con el título de canciones clásicas para beneficiarse de su resonancia en el imaginario colectivo. Luego, están las contaminaciones: el videoclip ha infiltrado una estética y un ritmo narrativo en muchas películas, aparte del concepto de la película modular, de la que se pueden extraer canciones aptas para su emisión por MTV o similares. Finalmente, estamos hablando de realizadores que ven la vida a través del rock y pueden así vivir vicariamente sus fantasías.

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