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La muerte de Leopoldo Calvo-Sotelo
Columna
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Presidente sin partido

Recibió una herencia envenenada que sus más cercanos acabaron por dilapidar. Leopoldo Calvo-Sotelo fue designado para sustituir en la presidencia del Gobierno a un cansado y exangüe Adolfo Suárez. Desde el mismo día que corrió la noticia, la familia católica de su partido, de la que eran paladines Óscar Alzaga y Miguel Herrero, mostró su desacuerdo con la forma de nominación y se conjuró para plantarle cara en la primera ocasión posible.

Otros, de la familia militar, se adelantaron y el mismo 23 de febrero en que se celebraba la segunda votación de investidura, amagaron con un golpe de Estado que, liquidado sobre la marcha, tuvo vigor bastante para modificar el curso de la política. Más pudo haberla modificado si Calvo-Sotelo, recién nombrado presidente, hubiera aceptado la oferta de Felipe González para formar un Gobierno de coalición. No la aceptó, aparentando normalidad, pero sí pidió el concurso socialista para renovar la política de concertación con el propósito de encontrar una salida a los problemas que el golpe militar había plantado encima de la mesa.

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El primero, qué hacer con los golpistas; el segundo, qué hacer con lo que todo el mundo consideraba causa principal de la intentona militar. En ambos, Calvo-Sotelo pudo actuar como si fuera jefe de una amplia coalición UCD-PSOE. A su Gobierno debemos, y así ha quedado para la historia, que los responsables de un golpe de Estado fueran juzgados y condenados y sus leves sentencias, para las que el Consejo Supremo de Justicia Militar había encontrado todo tipo de atenuantes, recurridas ante el Tribunal Supremo. Más discutida, la Ley que pretendía armonizar el proceso autonómico, aun si declarada inconstitucional en parte de su Título I y en su carácter orgánico y armonizador, sirvió para impulsar la aprobación de los estatutos pendientes y para cerrar el mapa de las autonomías.

La cuestión militar y el problema autonómico, que habían sembrado de escollos y sobresaltos el proceso de transición durante los Gobiernos de Suárez, encontraron así bajo el de Calvo-Sotelo un cauce por el que discurrir en el futuro. La subordinación de lo que todavía se llamaba poder militar al único poder emanado de la Constitución, quedó definitivamente plasmada en el acatamiento a la elevación de penas impuesta, ya bajo Gobierno socialista, por el Tribunal Supremo a los militares procesados. Como quedó también consolidado el cierre del mapa autonómico tal como hoy lo conocemos, esto es, sin que la discriminación en el procedimiento afectara al nivel competencial de cada comunidad.

Militares, autonomías, todavía quedaba un tercer legado de su herencia sin definir, el relativo al lugar que la España democrática habría de ocupar en un mundo dividido en bloques y con la guerra fría renovada. Los Gobiernos de Adolfo Suárez no fueron capaces, o no tuvieron tiempo, de marcar un rumbo claro en política exterior y hasta anduvieron coqueteando con la idea de una posición propia, alejada por igual de los dos bloques, basada en las entelequias de la tradicional amistad con los pueblos árabes y en los especiales vínculos de fraternidad con Hispanoamérica.

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Quizá por su mayor experiencia internacional, Calvo-Sotelo no tuvo dudas al impulsar la incorporación de España a la OTAN como paso obligado para la entrada en la Comunidad Europea. No fue ningún disparate. Las conversaciones para entrar en la CE se eternizaban con la "pausa" impuesta por Giscard d'Estaing, insufrible personaje a quien Calvo-Sotelo no podía ni ver. Una manera de forzar el ingreso y, de paso, apaciguar a los levantiscos militares, sería incorporar a España a la OTAN por la vía rápida. Aunque con esta decisión -y con la pésima gestión del aceite de colza- dio pólvora al PSOE para montar campañas contra su Gobierno, el tiempo le daría la razón: militares normalizados, ingreso en la CEE y entrada en la OTAN eran cuestiones que formaban parte del mismo paquete.

Por estas políticas de largo alcance, Leopoldo Calvo-Sotelo ocupa un lugar propio entre el proceso de transición y la fase de consolidación de la democracia en España. Cerró o indicó los caminos por los que habrían de cerrarse tres graves cuestiones que Suárez había dejado, más que abiertas, embrolladas. Lo hizo con buen ánimo, dotando a su política de un discurso coherente y elegante, con intervenciones parlamentarias dignas de nota y, en sus primeros pasos, con un sustancial incremento del apoyo popular, caído hasta lo más bajo en el último año de Suárez.

En este sentido, neutralizó el veneno de una parte de la herencia, la relativa al Gobierno. La otra, la que se refería al partido, más que envenenada, venía podrida y no tenía remedio. Las tendencias centrífugas incubadas en UCD le dejaron sin apoyo parlamentario, como lamentaba ante Felipe González cuando le decía que era presidente de un Gobierno sin partido, de un Gobierno de gestión. Para serlo, fue mucho Gobierno y, sobre todo, fue un Gobierno que, al consumirse en el abandono y la traición de los suyos, preparó el terreno para el abrumador triunfo del PSOE en octubre de 1982. Y por esta hazaña, que puso, ahora sí, punto final a la Transición, también habrá de ser recordado.

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