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Reportaje:

"Tenemos hambre, estamos muriendo"

La capital birmana es un infierno, sin comida, transporte, ni esperanza

Escribo desde el fin del mundo. Un infierno de piedras, trozos de hierro y árboles caídos. Árboles enormes, troncos con un diámetro de dos metros. (...) Rangún es un inmenso cenagal. Ahora los troncos bloquean las carreteras, cierran los cruces, se mezclan con una maraña de cables iluminados por breves chispazos, desparramados en el asfalto. La culpa la tiene el viento, la lluvia y los muros de agua de decenas de metros.

Se produjeron ráfagas de 250 kilómetros por hora: golpearon durante diez horas grandes vallas publicitarias, rompieron paredes, retorcieron faroles, se han llevado por delante tejados, han levantado puentes y destrozado pilones de cemento.

Es de noche cuando aterrizamos con el vuelo proveniente de Bangkok. Un vuelo lleno. Hombres, mujeres, familias con niños que vuelven a su lugar de origen con el rostro demacrado. También van los primeros cuatro voluntarios... franceses, alemanes, holandeses a los que la Junta militar encerrada en Naypyidaw, a 400 kilómetros de Yangon, ha permitido entrar, por el momento, como observadores.

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Lo que ven es un verdadero Apocalipsis. En la oscuridad de la noche y bajo un cielo aún henchido de lluvia, miles de personas caminan a lo largo de un recorrido lleno de obstáculos. Muchos se caen, se vuelven a levantar, arrastrados por un río de agua que les empuja hacia el valle. (...) Caminan en grupos, como rebaños desbandados: los hombres a la cabeza, detrás los niños, agarrados a las mujeres, vestidos con harapos, mojados hasta los huesos. Ni un ruido. Hasta los animales han huido.

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Ni un autobús, ni un camión. Son las siete de la tarde. Hora punta. El tráfico es un recuerdo. Una razón es que el precio de la gasolina se ha disparado y cuesta 7,8 euros el litro. Todo ha cambiado. Nada es como antes. (...) Impera la miseria. (...) La atmósfera es de muerte, rabia y protesta. Myanmar está aturdida, asombrada, resignada. (...) Se habla de 100.000 muertos, de tres millones de desplazados, de decenas de miles de personas sin agua y sin alimentos.

"La gente lo ha perdido todo", nos dice con una voz suave pero preocupada el señor Ho, taxista. "Tenemos hambre, nos estamos muriendo (...) Se corre el riesgo de morir de peste". Las alcantarillas rebosan; han inundado los pisos bajos y las calles. Imposible aventurarse fuera del centro de la ciudad. No es seguro. ¿Y los militares? "Existen, pero sólo durante el día. Limpian las calles, cortan árboles, quitan las vallas publicitarias caídas".

Alguien nos informa de que el barrio de Chinatown, la zona comercial, vivaz, alegre, ha sido destruido por el ciclón Nargis. Intentamos acercarnos allí. El taxista está perplejo, mira con ansiedad el reloj. Son las diez, dentro de menos de una hora empieza el toque de queda.

Una mujer observa los restos de su casa, destruida por el ciclón cerca de Kunyangon.
Una mujer observa los restos de su casa, destruida por el ciclón cerca de Kunyangon.REUTERS

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