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Columna
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Una vida asombrosa

Jesús Ferrero

A pesar de su salud endeble Boris Vian poseyó el don de la ebriedad, y su vida fue tan fulminante como su muerte. Diríase que nunca dejó de ser un adolescente mitad irónico mitad cínico, y con la suficiente elegancia para saber quitarle trascendencia a la vida, a la obra y a la muerte.

A finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta del siglo pasado el existencialismo se estaba llenando de trascendencia, enfermedad mortal que lo fue convirtiendo en un academicismo. Sartre injertó trascendencia al existencialismo vinculándolo al idealismo alemán, sobre todo a partir de El ser y la nada, y Camus hizo un trabajo paralelo, más que opuesto, vinculándolo al cristianismo, sobre todo a partir de La peste. Pero ya a mediados de los cuarenta el genio asilvestrado de Boris Vian comenzó a arrojar felices ráfagas de vitriolo sobre la doctrina existencialista. Si Sartre decía que "estamos condenados a elegir" Vian decía que "estamos condenados al azar", forma prudente de decir que estamos condenados al caos, y más de una de sus novelas podría parecer el desarrollo de esa tesis que vincula a Vian con la estética (y la moral) del absurdo, que compartió espacio con el existencialismo y que hasta podría considerarse una especie de existencialismo irracionalista.

A diferencia de Sartre y Camus, que fueron sólo escritores, Boris Vian lo fue casi todo en esta vida: ingeniero, novelista, crítico, maestro de ceremonias, poeta, músico, compositor (de múltiples piezas de jazz y de varias óperas), cantante, actor, cineasta, escenógrafo y finalmente director artístico de la casa discográfica Philips, en la época en que decidió dejar la narrativa, en parte por lo mucho que le atacaba la crítica, que nunca le perdonó el haber conseguido que todo el mundo creyera en la existencia real de Vernon Sullivan, presunto autor de color tras cuya firma se ocultaba Vian.

No imaginamos a Sartre y a Camus llevando a cabo operaciones parecidas con su vida y su obra, y es que para hacer lo que hacía Vian hay que estar poseído por el espíritu de la comedia más que por el espíritu de la tragedia. A su manera, Vian representó el existencialismo alegre y ácido, por oposición al existencialismo trascendental y plomizo de Camus y Sartre, y tanto en La espuma de los días como en La hierba roja desplegó toda su ironía, más surrealista que existencialista, para ridiculizar las grandes verdades del existencialismo, que según él sólo eran grandes debido a la inflación que le añadían sus más egregios protagonistas y sobre todo el sumo pontífice Sartre.

Y es que además de "talento salvaje", como hubiese dicho Nietzsche, Boris Vian tenía duende. Lo habitaba un diablo alegre que estaba muy lejos de representar el sentimiento trágico de la vida. Fue uno de esos espíritus desenvueltos y corrosivos que periódicamente agitan la vida de París y sus satélites, y que desde Rimbaud representan toda una tradición en la cultura francesa.

Murió cuando aún no había cumplido los cuarenta de un ataque al corazón mientras veía la versión cinematográfica de Escupiré sobre vuestras tumbas. ¿Murió viéndose a sí mismo, pero deformado y hasta traicionado? ¡Qué ironía! Casi parece la muerte de Narciso.

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