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El debate económico
Columna
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Ensayo general

Josep Ramoneda

Mientras en el Gobierno y en el PSOE sigue corriendo la consigna de que no hay crisis, el país está sumergido en el primer conflicto social de la crisis económica. No sé si hay que atribuirlo al genio de algún asesor de comunicación o es simplemente un empecinamiento del presidente, pero no entiendo qué gana Zapatero convirtiendo en tabú la palabra crisis. La política es, en buena parte, comunicación. La comunicación funciona cuando hay sintonía entre lo que el político dice y lo que la gente percibe. La palabra crisis, utilizada con naturalidad y sin dramatismos, puede contribuir a que la ciudadanía sienta la complicidad del Gobierno frente a las dificultades. Negarla sólo hace crecer la distancia y la desconfianza porque alimenta la sensación de que desde las alturas del poder no se avistan los problemas de la vida cotidiana o se ocultan deliberadamente.

Las dificultades que vive la economía están a la vista y todos sabían que estaban a punto de llegar a la calle
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Después de una legislatura con mucha crispación pero sin apenas conflictividad social, ésta ha llegado justo al comienzo del segundo mandato de Zapatero. Y ha encontrado al Gobierno francamente desentrenado. Los gobernantes sufren las mismas peripecias psicológicas que los demás ciudadanos. Cuando, después de un periodo de gran tensión y esfuerzo, se alcanza el éxito -electoral, en este caso- viene inevitablemente cierta relajación. Si además, enfrente, el adversario está inmerso en la pelea por el poder que sigue a cualquier derrota, es fácil sufrir cierto abotargamiento que impide reaccionar a los acontecimientos con celeridad y capacidad de respuesta.

El retorno de la conflictividad social no podía ser ninguna sorpresa para el Gobierno, salvo que a fuerza de repetirlo haya acabado creyéndose que la crisis es un invento de la prensa y de la oposición. Las dificultades que vive la economía están a la vista y todo el mundo sabía que estaban a punto de llegar a la calle. Además, en el segundo mandato, se empieza a perder el respeto a los presidentes del Gobierno porque la ciudadanía ya ha visto caer algunas máscaras y les contempla con menos temor reverencial.

En este contexto, la huelga de transportistas podía ser para el Gobierno un magnífico ensayo general de la conflictividad que se avecina. Se trata de una huelga que tiene mucho de cierre patronal -aunque sea pequeños propietarios-; en un sector muy dividido -y con el núcleo principal de los empresarios contrario a la movilización-; y que fácilmente podía hacerse antipática a los ciudadanos, por la capacidad de bloqueo de servicios básicos. O sea, una huelga con todos los elementos para ser altamente impopular. Y, sin embargo, el Gobierno ha reaccionado con la misma mentalidad con la que está gestionando la crisis económica: el centrocampismo horizontal, aguantar la pelota en medio campo, desde el primer minuto de partido, con la pretensión de resistir hasta que termine la crisis.

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Así se explica que se insista en calmar a la grada negando la crisis; que se haya estado negociando con los transportistas desde el mes de enero y, a pesar de ello, no se haya evitado la huelga; y que sólo una minoría -un 20%- del sector pueda llevar al Gobierno de cabeza.

Tan poco activado está el Gobierno que, a pesar de estar ocupado en sus problemas internos, el PP ha tenido tiempo de robarle la iniciativa con una negociación parlamentaria con todos los demás partidos para presentar una serie de propuestas destinadas a paliar los efectos del aumento del precio de los carburantes. El PSOE ha tenido que recurrir a una treta reglamentaria y a votar a favor de la resolución para disimular lo evidente: que la oposición le ha ganado la mano, reforzando la sensación de que el Gobierno tiene poco que proponer ante la crisis.

Desde luego, esta huelga marcará el tono del futuro de la legislatura. De la capacidad del Gobierno de recuperar la situación dependerán muchas cosas, porque, cuando las cosas van mal, la gente acostumbra a quedarse con la tonadilla de la primera respuesta. Y, a su vez, ésta genera inercias entre los gobernantes que tienden a hacerse crónicas en los conflictos siguientes.

Hay una ley de La Moncloa que dice que en el segundo mandato los presidentes, cuando ven que la varita del carisma ya no basta y la conflictividad crece, se regalan autoestima en la política internacional. Es de celebrar que Zapatero apueste fuerte por la política exterior, que descuidó demasiado en la legislatura anterior, después del valiente golpe de la retirada de Irak. Pero ello no debería ser impedimento para dedicar todas las energías necesarias a los problemas internos, porque si no nunca se sabe adónde se puede ir a parar. Su antecesor empezó en el Prestige y acabó en la guerra.

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