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Príncipe de Asturias de las Letras
Columna
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Canadá como cuento universal

La identidad de una nación se refleja menos en su política que en las historias que cuenta. Con esta convicción, Margaret Atwood se propuso, hace más de tres décadas, construir para el Canadá, vasto territorio que nunca quiso definirse del todo, una conciencia cultural. Para entonces había publicado con éxito varias colecciones de poemas y una primera novela, La mujer comestible; su nuevo libro resultó ser un manual literario y práctico para todo aquel que quisiese conocer la geografía imaginaria canadiense. El punto de partida fue una reflexión de su profesor de literatura, el gran crítico Northrop Frye. "En cada cultura", escribió Frye, "existe una estructura de ideas, imágenes y creencias que expresan, en un cierto momento, una visión general de la situación humana y de su destino". Para Atwood, en el vasto territorio canadiense que alguien definió como "demasiada geografía y demasiada poca historia", ese conjunto imaginario podía resumirse a la idea de supervivencia. Perseguidos por los espectros del colonialismo, atónitos ante el paisaje descomunal, exiliados en su propia tierra por una naturaleza hostil, los canadienses narran lo contrario del deseo: aquello que se teme, aquello que se combate para sobrevivir.

Los canadienses narran lo contrario del deseo: aquello que se teme
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Un grito literario contra la injusticia

Desde 1972, cuando publicó Survival, hasta hoy, la obra de Atwood redime y perfecciona esa obsesión. En su literatura, los personajes luchan por salvarse de sí mismos y de sus fantasmas (como en Ojos de gato y The Robber Bride), o de los fantasmas del mundo natural (Surfacing) o de la monstruosa sociedad que trata de destruirlos (El cuento de la criada) o aún de los estragos de una ciencia enloquecida (Onyx y Craye). No es casual que la ciencia-ficción, literatura de redención por excelencia, le haya brindado un campo fértil para sus últimas narraciones.

Hoy, gracias a Atwood, la literatura canadiense tiene un pasado que se extiende hasta los confines del siglo XVIII, y un presente tan rico y variado que ya no puede limitarse a las fronteras del país. Gracias a ella, el escritor canadiense es capaz de trabajar sin sentir que escribe en el vacío de un país casi inexistente. Pero ninguna literatura, una vez afirmada, sigue siendo autóctona. La obra de Atwood, traducida a decenas de idiomas, no es leída como "canadiense", sino como el reflejo de cada uno de sus lectores que, a través del mundo, sienten que el destino de esos personajes, sea cual fuera su nacionalidad, no les es ajeno, y les revela espejos para experiencias que hasta entonces no sabían comunes. Quizás sea ése el mayor atributo de Atwood: el haber reconocido en la exploración y creación de mitos locales, algo infinitamente más profundo, menos circunspecto y, sobre todo, más universal.

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