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Una asignatura polémica
Columna
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El primer año

Al inicio del curso, los profesores de Filosofía nos encontramos con poco más que el título de una nueva materia cuyo contenido no aparecía claro del todo y que ni siquiera contaba con una adscripción precisa a un área de conocimiento. En mi caso me tocó compartir la Ciudadanía con Juan Antonio, camarada del departamento de Historia que no andaba menos perplejo ni cansado que yo ante la algarada que el dichoso título estaba levantando fuera de los patios de recreo. Recién estrenada y con serias dudas sobre su pervivencia futura, la asignatura no disponía aún de libros de texto ni temarios específicos: nos resignamos a diseñar una programación de compromiso, donde se incluyeran, con mejor o peor criterio, lo que ambos considerábamos imprescindible para construir un ciudadano de pro. La ley proponía cuestiones interminables y no poco arduas en cuyo desarrollo un catedrático de Ética o Política podría haber invertido cuatro o cinco sesudos volúmenes; para presentarlas al alumnado, nosotros contábamos con una escueta hora semanal en el tercer curso de la ESO, compuesto de chavales de entre catorce y quince años. Extenderse en tecnicismos parecía una inutilidad y un suicidio, recurrir a los preceptivos exámenes una crueldad. Optamos, pues, por exposiciones en grupo y trabajos trimestrales.

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La polémica de la Ciudadanía se diluye en clase

Como botón de muestra, y para apaciguar los recelos del progenitor que desconfíe, reseño las cuestiones abordadas en los trabajos: el sistema parlamentario; la educación vial; el racismo y la xenofobia; el maltrato a animales; el sistema de las autonomías; el hecho religioso; el sexo; las drogas; no, el rock & roll, no. Dispusimos que cada grupo recabaría información por su cuenta en periódicos, Internet, enciclopedias, y expondría sus conclusiones frente al resto de la clase, lo que debía motivar el debate y el intercambio de pareceres que tan fructífero resulta en democracia. Llevo haciendo lo mismo diez años en mis clases de Ética y puedo señalar que los resultados no han sido diversos: desorientación, apatía, prejuicios enquistados como metralla, tibios intentos de comprensión por parte de algunos, la sospecha y posterior confirmación de que este rollo es sólo una maría tonta que mejor quitarse cuanto antes rellenando el expediente de diez folios a doble espacio y un mal rato de charla en público. El eminente José Antonio Marina suele alertarnos en sus comparecencias públicas de que educar para la ciudadanía no es, no puede ser, tarea exclusiva de un funcionario designado por la administración. Se trata de una misión en que toda la sociedad se encuentra comprometida y en la que colaboran actos tan triviales como respetar el reciclaje de las basuras, ceder el asiento del autobús y detenerse ante el semáforo en ámbar: el niño aprende desde que suena el despertador hasta que se queda dormido frente a la televisión, y no sólo durante las ocho horas que pasa enclaustrado en un aula. La Educación para la Ciudadanía será una materia útil si, al salir de clase, el alumno encuentra que lo que acaba de ingurgitar posee un sentido y es práctica habitual en el mundo de afuera; en caso contrario, significará estudiar un idioma que no se habla y que está condenado a la superfluidad y el olvido.

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