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Reportaje:EN PORTADA | Reportaje

Nouvelle chanson

Una idea: la canción francesa actual, incluso aquella que se presenta en forma de rock o de rap, está ligada a la tradición del país. Ya lo apuntaba Beaumarchais: en Francia todo termina en canciones. En un cuestionario que le hizo recientemente la revista Mondomix, la joven Camille confiesa que para desperezarse por las mañanas le gusta Y'a de la joie, de Charles Trénet; como canción para la ternura prefiere Cécile, ma fille, de Claude Nougaro, y a la hora de apagar la luz se queda con India song, de Jeanne Moreau.

La historia comienza en los siglos XI o XII, en el sur de Francia, donde nace la figura del trovador, precursor del cantautor contemporáneo. Quizá por eso los franceses se hayan tomado siempre muy en serio su chanson. En los años sesenta, Léo Ferré inauguró la colección Poésie et Chansons, de la prestigiosa editorial Seghers, y siguieron volúmenes dedicados a Brassens, Brel, Trénet o Moustaki. Las letras de sus canciones se consideraban poemas. Tanto Aragon, como Breton y Cioran elogiaron sin reticencias a Ferré. Así que los creadores de Ne me quitte pas, La mauvaise réputation o Avec le temps eran admitidos en el olimpo de la poesía. Claro que no todo el mundo estaba de acuerdo. En su Diccionario de la poesía francesa contemporánea, Jean Rousselot aseguró que "siempre habrá entre la canción poética y la poesía la misma distancia que entre el agua y el vino".

Léo Ferré comentó que "las personas ya casi no leen poesía. Es la música la que ayuda a la poesía a hacer su camino. Es la que predomina" 'Chambre avec vue', de Henri Salvador, fue un punto de partida para situar la canción francesa en una perspectiva actual
La diversidad de la escena musical francesa se exporta bien: 30 millones de discos en 2005 y alrededor de 5.000 conciertos Nombres de estos inicios del siglo XXI: Vincent Delerm, Florent Marchet, Camille, Émilie Simon, Pauline Croze, Anaïs...
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Léo Ferré, que invocaba a Verlaine, Rimbaud y Apollinaire, comentó en Chorus, les cahiers de la chanson que "las personas ya casi no leen poesía. Es la música la que ayuda a la poesía a hacer su camino. Es la que va adonde hace falta, la que predomina. Y cuando es espontánea, cuando viene naturalmente de las palabras, predomina incluso sobre el cantante". En 1981, García Márquez escribía: "Hace años, en el curso de una discusión literaria, alguien preguntó cuál era el mejor poeta actual de Francia, y yo contesté sin vacilación: Georges Brassens". Juliette Gréco aseguró en una entrevista en L'Express que devoraba las palabras: "Me corren por las venas hasta la punta de los dedos. Se pasean por mi cuerpo antes de volver a pasar por mi boca". Y Leonard Cohen dijo que ella "encarnaba esa maravillosa confusión que los franceses han inventado entre el intelecto y el cuerpo".

"Mi patria es la lengua portuguesa", escribió Fernando Pessoa. Y Claude Nougaro, amante del jazz y la gran música americana, cantaba en Vive l'alexandrin: "Mi lengua es mi verdadera patria / Y mi lengua es la francesa / Cuando dicen que le falta batería son mentiras, bagatelas". Pero en los últimos tiempos el idioma de Molière se está replegando ante el inglés. ¿La canción en francés amenazada? El pasaporte hacia el éxito se escribe en inglés, la lengua franca de la política y el comercio internacional, lengua útil transformada en lengua armada. "Si hay gente en Francia a la que le molesta puede que sea porque el inglés es visto como el invasor. Hay un problema con eso", admite Camille. Desde que Léo Ferré cantaba en 1966 La langue française ("C'est une barmaid / Qu'est ma darling / Mais in the bed / C'est mon travelling / Mon best seller / Et mon planning / C'est mon starter / after shaving"), el francés no ha dejado de contaminarse, y el franglais se ha asentado en la sociedad. Aunque nunca se había dado en Francia tal cantidad de autores expresándose en inglés. Lo hacen en sus últimos discos Camille, Yael Naim y Keren Ann. Ya Charlotte Gainsbourg, hija de Serge y Jane Birkin, grabó en inglés su popular 5:55. Desafían la cuota del 40% de canción francófona impuesta desde 1986 en las radios de la República. Pero atienden la llamada del mercado británico, bastante frío para lo francés -salvo algún caso aislado- desde los tiempos de Tous les garçons et les filles.

Un detalle: muchos de ellos no han nacido en Francia y tienen doble nacionalidad. Kolja es hijo de una azafata francesa y un periodista alemán de origen ruso; Yael Naim, francoisraelí, y Keren Ann, una judía holandesa que vive entre París y Nueva York. No es novedad en un país históricamente de acogida como Francia. Baste recordar a esos gigantes de origen italiano que fueron Yves Montand y Serge Reggiani, al armenio Charles Aznavour o a Georges -se lo puso por Brassens- Moustaki, que creció en Alejandría -de familia italiana y griega- aunque se haya declarado "ciudadano de la lengua francesa".

Ahora Londres presta atención a lo que está sucediendo al otro lado del canal de la Mancha. Katerine, que empezó en los noventa, despierta el entusiasmo de periodistas como Kieron Tyler (Mojo) o Ben Osborne (Mix Mag) mientras que Camille -que agotó las entradas en el Shepherd's Bush Empire de Londres- le encanta a Charlie Gillett. La diversidad de la escena musical francesa, con el sostén de los poderes públicos -la música es demasiado importante para dejarla exclusivamente en manos de multinacionales y promotores, piensan en los ministerios de Exteriores y Cultura-, se exporta bien: 30 millones de discos en 2005 y alrededor de 5.000 conciertos de artistas del hexágono o producidos en Francia.

Los músicos franceses desembarcan en el Reino Unido con una facilidad impensable años atrás cuando Richard Branson le espetó al pobre Julien Clerc que tenía la mala suerte de haber nacido francés. En marzo, el diario Libération recogía las palabras proféticas de Emmanuel de Burtel, patrón del sello Because, con sedes en Londres y París: "Un artista hoy es bilingüe". Pero pese a que siempre hubo franceses cantando en inglés, a Vincent Frèrebeau, del sello Tôt ou Tard, no le parece buena idea perder la singularidad. Este año los franceses decidieron enviar al trasnochado festival de Eurovisión a un artista desplazado y escogieron a Sébastien Tellier. Para cantar en inglés, lo que provocó algunos reproches. Convendría recordar que las primeras canciones en lo que hoy es Francia se cantaron en occitano.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los cabarés se multiplican y el barrio de Saint-Germain-des-Prés se convierte en la meca de la juventud intelectual. El music hall de Maurice Chevalier, Mistinguett o Joséphine Baker, y las canciones melodramáticas de Damia o Fréhel dejan paso a cantautores guitarra en ristre en salas llenas de humo de la Rive Gauche por las que van apareciendo Georges Brassens, Léo Ferré, Jacques Brel... Como bien explicaba el periodista Serge Dillaz, "la canción bajo su influencia se personaliza. La voz pierde su importancia. La autenticidad del artista prima ante todo. El público se acostumbra a amalgamar obra e intérprete".

En 2000, el octogenario Henri Salvador publica su maravilloso Chambre avec vue, con cinco canciones de los jóvenes Benjamin Biolay y Keren Ann -comparados a menudo con Serge Gainsbourg y Françoise Hardy-. Desde Rose Kennedy, Biolay ocupa un lugar de privilegio en la música francesa y Keren Ann ha confirmado los buenos augurios de su debut con La biographie de Luka Philipsen. Probablemente, Chambre avec vue, con su millón de discos vendidos, fue un punto de partida para situar la canción francesa en una perspectiva actual.

Es la generación de Bénabar, que en 2001 vendió 450.000 ejemplares de su primer disco. Hace 15 años, que a uno le incluyeran en la categoría "canción francesa" era una ruina. Ya no. ¿Qué comparten todos? Una escritura refinada, con cuidados arreglos sonoros, en la que se mezclan pop, rap, rock o bossa nova. "Hay un revival de canción un poco tradicional: hay piano, guitarra, y se cuentan historias", dice Camille. Un aluvión de artesanos sin espíritu de clan ni de generación. Como indica Véronique Mortaigne en Le Monde, "la música ya no es un medio de lucha generacional sino una forma de afirmar una singularidad, a veces absolutamente transgeneracional".

Christophe Conte, de Les Inrockuptibles, sugiere que las innovaciones cinematográficas de la nouvelle vague han llegado por fin a la canción de autor. "Por la flexibilidad de las técnicas utilizadas y los temas -que captan tanto la emoción íntima como la anormalidad de lo cotidiano- se pueden fácilmente ligar esos dos polos creativos y liberadores de la cultura francesa". Y añade que "esta canción de autor perdura, se embellece y enriquece regularmente con la aparición de nuevos nombres, nuevos ángulos, voces y escrituras siempre diferentes".

Una gramática y un vocabulario renovados ya por sus hermanos mayores: Dominique A, con sus melodías despojadas ("si sólo tuviésemos el valor de los pájaros que cantan en el viento helado"); Arthur H. -hijo de Jacques Higelin- y su amor por las palabras; o el bretón Miossec. Los tres rondan los cuarenta y reconciliaron el patrimonio nacional con la cultura del rock, la herencia del punk con Prévert y Vian. El creador verdadero seguirá siendo un hombre o una mujer insatisfechos que buscan, como sugería Brel en La quête, alcanzar la estrella inaccesible.

Nombres de estos inicios del siglo XXI: Vincent Delerm, Florent Marchet, Albin de La Simone, Bertrand Betsch, Thomas Fersen o Cali ("Cuando hago el amor contigo, pienso en él / cuando hago el amor con él, ya no pienso en ti", en Elle m'a dit, de su disco L'amour parfait. Entre las chicas que se arriesgan más allá de los formatos convencionales están Camille, Émilie Simon, Pauline Croze, Anaïs, Daphné... Y hay que contar con Coralie Clément -hermana de Benjamin Biolay-, Valérie Leulliot, Olivia Ruiz, Jeanne Cherhal o Emily Loizeau. Y un fenómeno de internet, con tres millones de entradas en su página de MySpace, es Soko, aún sin disco, pero con más de cien conciertos en un año gracias a canciones como I'll kill her o I think I'm pregnant.

Sus ilustres padrinos (o tíos, padres...) podrían ser Jean-Louis Murat, Alain Bashung, Francis Cabrel -el de Je l'aime à mourir-, Alain Souchon, Renaud, Bernard Lavilliers, Etienne Daho, Gérard Manset, Yves Simon, Jaques Dutronc

... Y las madrinas, Brigitte Fontaine, Jane Birkin, Barbara, Catherine Ribeiro... Por no remontarse al tierno y burlón Pierre Peret o a ese Jean Ferrat que nunca aceptó las reglas del juego ("Hay que vivir lo que uno quiere / pagando el precio que conviene", Chanter).

Dijo Serrat que si Brel no hubiera hecho música es muy probable que tampoco él la hubiera hecho nunca. Para las nuevas generaciones de franceses quizás sea Gainsbourg la referencia. El hombre sin afeitar que ya en 1968, con la intimista Manon, susurraba más que cantaba, y que le soltó a Bernard Pivot en Apostrophes un aforismo de Lichtenberg: "La fealdad supera a la belleza en cuanto que dura". "Serge inventó el lenguaje moderno de la poesía. Sabía cómo tratar temas complejos y bellos y hacerlos de manera popular, cosas extraordinarias que podía entender cualquiera", contó Jane Birkin a Miquel Jurado en EL PAÍS. Y Françoise Hardy es sin duda el modelo a seguir, entre otras, por Carla Bruni. Hay que decir que la señora Sarkozy -que vendió dos millones de Quelqu'un m'a dit- regresa al idioma francés para su tercer disco, Comme si de rien n'était.

Cantaba Léo Ferré que "la música se vende como la espuma de afeitar: para que hasta el desespero se venda sólo queda encontrar la fórmula. Todo está listo: los capitales, la publicidad, la clientela...". En una sociedad como la francesa, sumida desde hace tiempo en un profundo malestar, y con su orgulloso idioma en retroceso ante el dominio del inglés, el empuje del español y la llegada del chino, que se generen buenas canciones es un pequeño guiño al optimismo. Porque, como escribe Michel Ragon en el prólogo de la monumental antología de la canción francesa La tradition, des trouvères aux grands auteurs du XIX, "un pueblo que ya no canta es un pueblo desencantado".

Jane Birkin, en el Festival Grec de 2003.
Jane Birkin, en el Festival Grec de 2003.CONSUELO BAUTISTA

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