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La Noche en Blanco
Columna
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El 13 de la suerte

El 13 de septiembre y la Noche en Blanco formaban, en principio, una extraña pareja, porque Madrid es una ciudad supersticiosa en la que, como se sabe, ni siquiera existe la línea 13 en la EMT, donde se pasa de la 12, la que va de la plaza de Cristo Rey al paseo del Marqués de Zafra, a la 14, la que recorre el trayecto entre la Plaza del Conde de Casal a la avenida de Pío XII. Y en cuanto al Metro, hay 12 líneas más una, que es el ramal Ópera-Príncipe Pío, la estación Judas si tenemos en cuenta que toda esta historia de malos presagios e infortunios viene principalmente de la lectura que se hace de la Última Cena, en la que los comensales eran los doce apóstoles más Jesucristo. Pero llegó el día 13, salió la luna, corrió el viento y la Noche en Blanco se hizo con la ciudad sin que nada fatal sucediese.

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Al contrario, lo que sucedió en esta fiesta que cumple su tercer año es que Madrid se llenó de conciertos, recitales, performances y actuaciones de todo tipo y se vació de coches, haciendo tal vez tararear a muchos de los que paseaban bajo una luna que también estaban mirando desde algún lugar de la capital Al Pacino y Robert de Niro, que habían venido para presentar una película, esa canción de Sabina en la que se desea que todas las noches sean noches de boda, que todas las lunas sean lunas de miel.

Corría el viento, bastante frío a ratos, y antes de salir de sus casas, los miles de personas que habían decidido echarse a la calle para perseguir la estrella de la cultura igual que si en lugar de estar en septiembre estuviéramos a finales de mayo y esa noche fuera una de las mañanas de la Feria del Libro, tuvieron que colgar la ropa de manga corta.

Como si arriasen la bandera del verano, y sacar las camisas de entretiempo, las chaquetas de otoño y las cazadoras. Los que estaban sentados al aire libre pasaban frío, pero lo combatían con buen humor, pañuelos al cuello o gracias a la amabilidad de la organización que en algunos lugares, como por ejemplo la plaza de Ópera, repartía café gratuito que hacía mucho más fácil disfrutar de la música que les estaban poniendo, que era una antología de la que se ha interpretado últimamente en el Teatro Real. Un poco más allá, en la plaza de Ramales, una banda de jazz ligero tocaba música que antes habíamos oído en los discos de Billie Holliday o Frank Sinatra y algunos poetas leían sus obras. Las sillas también estaban llenas, tanto las que formaban el improvisado patio de butacas como las de la terraza del restaurante de la esquina, cuyos dueños, igual que los de otros cientos de locales de la ciudad, debían de estar frotándose las manos por la inyección de dinero que la Noche en Blanco le ponía a su negocio. En esta época de crisis, todo lo que no sea quedarse en casa es tirar la casa por la ventana; pero qué le vamos a hacer, un día es un día, sobre todo si se trata de una noche como ésta.

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Ya que hablamos de sillas, hay que decir que las más solidarias estaban en Lavapiés, donde se había montado un espectáculo con aire de experimento sociológico que consistía en sentarse a hablar en diez sillas distintas, durante diez minutos, con diez desconocidos, con el objetivo de conocerlos y saber de qué están hechas sus vidas en España, porque en su mayoría son extranjeros que han venido a buscar un horizonte más abierto y menos oscuro en nuestro país.

La Noche en Blanco iba consumiéndose a la luz de la luna y los madrileños, que hacía ya mucho rato que habían cruzado el puente que va del sábado al domingo, no parecían tener prisa por volver a casa. Más bien al contrario: algunos paseaban en bicicleta, otros a pie y todos hacían planes que les permitieran abarcar más de una actividad. Porque la Noche en Blanco es como salir de tapas, sólo que lo que se consumen son tapas para el espíritu, que tampoco están mal. Había, en cualquier caso, bastante gente por todas partes. Tres mil quinientos estaban dentro del Matadero, asistiendo al homenaje-con-alcalde a Pedro Almodóvar, y cientos de aficionados al arte hacían colas del tamaño de la muralla china para entrar al Museo del Prado o al Reina Sofía. Por cierto, que otro de los apellidos de la Noche en Blanco es ese: colas, porque las hubo por todas partes y, de hecho, esas aglomeraciones horizontales servían de señalización para los actos que se llevaban a cabo en unos u otros lugares: llegabas, veías de lejos la fila de los que esperaban pacientemente para ver un cuadro o visitar un edificio emblemático, y te ponías el último. Era pesado pero a veces terminabas haciéndote íntimo amigo del penúltimo, con lo cual la cosa servía para relacionarse.

El río de gente era caudaloso. Unos se quedaban en un sitio, otros se metían en los bares abiertos que había alrededor de los escenarios y muchos deambulaban de aquí para allá; pero creo que en todos los madrileños que salieron a disfrutar de la ocasión coincidía el deseo de hacer algo especial en esa noche fuera de lo común, y era fácil imaginarlos al día siguiente con la familia y los amigos, o el lunes en el trabajo, intercambiándose el relato de su Noche en Blanco como quien se cuenta un viaje a la vuelta de las vacaciones. Y también lo harían los niños, porque los había por todas partes, lo cual le daba al ambiente un aroma familiar y remarcaba el carácter de jornada sin horarios de ese 13 de septiembre que a base de no terminar nunca al final terminó por hacerse corto.

Supongo que en estos casos no hay nada más normal que vivir algo así con una especie de nostalgia por adelantado, lamentándote porque la fiesta se acabe y porque la ciudad no pueda ser más a menudo tan culta, tan respirable, tan inteligente. Ojalá que pudiera ocurrir como con las exposiciones universales, que al acabar no tiran abajo todos los pabellones sino que salvan algunos y los mantienen abiertos de forma permanente. Más cultura y menos tráfico para siempre. ¿A quién que esté en su sano juicio podría no gustarle que eso, en lugar de ser una excepción, fuera la norma que gobernara nuestra ciudad? Ayer fue día 13 y Madrid parecía una ciudad muy afortunada.

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