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Columna
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El ejemplo de Guardiola

Juan Cruz

Cuando anunció que se retiraba, a Pep Guardiola le grabaron los gestos que hacía durante un partido. No eran gestos tan sólo: eran parlamentos enteros, no había un instante en que el futbolista permaneciera callado.

El suyo era un fútbol oral, o cerebral; iba de la palabra a la bota, de la cabeza a los pies. Era el fútbol de un aficionado. Lo vivía como si estuviera en la grada y chillara a sus ídolos.

Hay una foto muy antigua que me regaló Rafael Azcona -su amigo- en la que aparece Kubala -¿o era Cruyff?- acariciándole el flequillo; cuando Azcona me hizo el regalo, Guardiola todavía gritaba en el campo, como futbolista, pero el inolvidable guionista -y apoyo incondicional del Real Madrid- le veía para grandes destinos. Un día los juntamos a hablar y los dos terminaron hablando de las jerarquías estéticas que deben dominar en el fútbol.

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Guardiola venía de aprender a entrenar y el viejo amigo venía de todas las experiencias. No le acarició el flequillo, pero le dio ánimos: "Un día, ya verás...". Había algo en aquel Guardiola -es decir, en éste- que animaba a quererlo, a creer en él, a saber que dentro de su manera de ver el fútbol había una manera -buena- de ver la vida.

Esa sensatez que se le advierte hoy, cuando las cosas van muy bien, y para él no siempre las cosas fueron muy bien, es la sensatez que tuvo cuando las cosas fueron muy mal. Ahora he escuchado en el programa de José Ramón de la Morena algunas alusiones a esos malos tiempos. Existieron. Le curtieron. Le dejaron una brecha grande de melancolía. No se lo merecía. Lo calló.

Cuando explotó en el Barça el caso Figo, la directiva de Joan Gaspart estaba sin rumbo y había heredado esa inestabilidad de las penúltimas locuras de la directiva de Josep Lluis Nuñez; aquel ir y venir de Gaspart en la grada, comiéndose las uñas y la bilis, era la expresión externa de una locura a la que la directiva del Barça había llevado los intestinos de la sociedad.

Figo, el caso Figo, fue tan sólo la pus de aquel exabrupto, pero por dentro había mucho más y gente como Guardiola tenía que recibir en su piel -es decir, en su alma- la terrible consecuencia de aquella supuración.

Pep era el capitán, estaba ungido para serlo y estaba urgido a actuar. Para evitar que lo hiciera, para tenerle en su sitio, idearon una persecución canalla; divulgaron sotto voce, para que hubiera una escandalera, rumores aviesos que la gente, mucho más consciente de dónde venía la rumorología, acalló con el desprecio.

Pero Guardiola ya se estaba yendo. Aquello no era para él. Ya volvería al Barça y lo haría como Dios manda o como su corazón creía tener que volver.

En ese agujero negro que el nuñismo -y su enfermedad final, el gaspartismo- abrió para ahondar en los males del club pudo haberse hundido otro navío, el central Carles Puyol, que, acosado por la tormenta, estuvo a punto, según lenguas que entonces estuvieron muy bien informadas, de acabar en las filas del Real Madrid.

Aquello era un carajal que desembocó en unas elecciones, en un orden -el orden laportista, que fue extremadamente eficaz para devolver al club su esencia institucional- y después, ¡otra vez!, en un desorden igualmente laportista cuya imagen más célebre es la del presidente quedándose en calzoncillos en el control de pasajeros del aeropuerto de Barcelona.

Llegó Guardiola y mandó parar; hasta Laporta se ha sometido al orden de Pep, aquel sentido estético del fútbol que él evocaba hablando con Azcona y que puso en marcha para reivindicar el estilo que él aprendió -Kubala, Cruyff- y que va más allá de las tácticas en una pizarra. Va al centro de la palabra, es decir, es el pensamiento aplicado al fútbol. Muchas veces la gente se pregunta por qué Pep quiere desayunar y comer con los futbolistas; pues para hablar con ellos, igual que hablaba en el campo, igual que sigue hablando en el banquillo. Hablar, hablar, para ganar con la palabra primero la batalla del ánimo y después la palabra del orden.

Conocía un estilo; le faltaba sosiego para aplicarlo. El resultado es éste, el Barça hablando en el campo como si cantara.

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