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Conflicto en Oriente Próximo
Columna
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La guerra asimétrica

En el conflicto árabe-israelí se dan dos características esenciales y nada comunes que explican su duración innegociable. Éstas son su autonomía con respecto a la geopolítica en el exterior y su asimetría entre los actores para la negociación en el interior.

El comienzo del enfrentamiento por una tierra demasiado prometida puede datarse en distintos momentos del siglo pasado: la reunión del congreso mundial sionista en Basilea de 1897; la declaración Balfour del 2 de noviembre de 1917, que fue el primer gran reconocimiento internacional del derecho de los judíos de la diáspora a establecer una entidad política en Tierra Santa; la gran revuelta palestina de 1936 contra el mandato británico y la inmigración sionista; y la proclamación del Estado judío en 1948. Pero, con cualquier cronología, es el contencioso más duradero del siglo XX, sin que se le vea fin en el XXI.

El equilibrio se halla en el restablecimiento del 'statu quo' anterior a la guerra de 1967
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A diferencia de la gran mayoría de conflictos que estallaron durante la guerra fría (1947-1991), en la que ponía algún orden el duopolio EE UU-URSS, la pugna de Oriente Próximo ha sido siempre de naturaleza autónoma, no ha hallado razón de ser ni inclinación decisiva en que las superpotencias tuvieran como cliente al bando israelí, Washington, ni los Estados árabes radicales, Moscú. Pero influencia, por supuesto, que la había; sin Estados Unidos, Israel no habría podido derrotar tan contundentemente a sus enemigos -el Egipto de Nasser, princi-palmente-, y sin Moscú los radicales como Siria e Irak no habrían sido ni una mínima amenaza para Israel. Al término de ese pulso en la cumbre, hacia 1990, si el enfrentamiento no hubiera estado alimentado por su propio combustible geopolítico, se habría extinguido, como ocurrió con diversas guerrillas latinoamericanas y africanas. Los actores son los únicos capaces de ponerle fin.

Los términos del conflicto y los conatos de negociación árabe-israelí son, asimismo, asimétricos, de forma que sólo un acuerdo que restablezca alguna simetría puede conducir a la paz. Esa nueva simetría cabe, sin embargo, que sólo sea aparente o temporal. Tras la guerra franco-prusiana de 1870-1871, la paz comportó la pérdida de dos provincias francesas, Alsacia y Lorena, que pasaron a manos del naciente imperio guillermino, más una indemnización de cinco millones de francos oro. Eran condiciones crudelísimas, pero que expresaban una nueva simetría hija de la disparidad entre los contendientes, y Francia sólo pudo romperla medio siglo más tarde con ocasión de la Gran Guerra, para crear un nuevo equilibrio. La denostada paz de Versalles fabricó otra simetría que pudo haberse consolidado sin la crisis del 29, pero el gran ejemplo de nivelación de las partes, aunque fuese mucho más dura con Berlín que la anterior, fue la derrota nibelúngica del nazismo en 1945, que supuso la destrucción de aquella Alemania y un nuevo equilibrio, esta vez solidísimo porque la nación germana lo asumía como propio.

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Todo lo contrario ocurre con palestinos e israelíes. El intento de dar expresión política a la asimetría creada por las repetidas victorias militares de Israel, ha sido la colonización de Cisjordania y Jerusalén Este, coronada por la exigencia de que el pueblo palestino reconozca la abyección de la derrota. Pero aunque Israel ha ganado todos los episodios bélicos, no ha prevalecido en el enfrentamiento entre dos pueblos. Victoria y derrota son cosa mental.

¿Dónde se oculta la simetría en la tragedia de Oriente Próximo? Si está en alguna parte es en el restablecimiento del statu quo anterior a la guerra de 1967, aunque siempre habrá árabes que reclamen la partición de Palestina acordada por la ONU en 1947 que les era mucho más favorable que las fronteras del armisticio en 1949, o incluso la desaparición de Israel. Pero, entonces, la mayoría de la opinión palestina y árabe habría de imponer ese acuerdo a la minoría disidente.

La autonomía viene, por último, a reforzar el carácter decisivo de la asimetría del conflicto y la necesidad de establecer un nuevo equilibrio entre las partes; mientras los palestinos no acepten un acuerdo que no consideren simétrico, seguirán siendo potencialmente dueños de su destino. La escabechina de Gaza es, por ello, un último avatar de esa búsqueda sangrienta de la paz; es un intento de destruir no ya simplemente Hamás, sino la voluntad de lucha del pueblo despojado de su tierra, para imponer una u otra simetría sionista. Parece que hace falta, sin embargo, mucha más fuerza que la desplegada por Israel para que los eternamente derrotados admitan su derrota. Esa simetría no va con ellos.

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