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Reportaje:Explotación sexual en España

Sólo cinco años de cárcel

Traficar con una menor y obligarla a prostituirse en la calle mereció una condena mínima por agresión sexual

Con el pan que su madre le había mandado comprar bajo el brazo y de vuelta a casa, Laura se encontró una mañana a un desconocido en la calle. Tenía 16 años. Vivía en un pequeño pueblo de Rumania. Empezaron a charlar.

—¿Vas a ir esta noche a la discoteca? Venga, te invito.

—Pensaba ir con mi novio.

—Ah, ¿tienes novio? Bueno, no importa. Allí nos vemos.

El tipo tenía treinta y tantos años, era rumano y vivía en España. Sus abuelos eran del pueblo de Laura, y ella los conocía. Por eso confió en él. "En cuanto mi novio se despistó, me propuso trabajar limpiando casas en Madrid. Decía que todo iba a ser muy fácil. Me dio su número de teléfono, le di el mío, y no paró de llamarme los días sucesivos". A su madre le dio miedo. No quería dejarla marchar. Pero las oportunidades laborales y vitales de la chica eran escasas. A los 14 años había dejado de estudiar y pasaba los días ayudando a su madre en casa. El padre había muerto y la madre se había vuelto a casar con un hombre con el que no se llevaba bien.

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Después de darle vueltas y más vueltas, Laura se convenció de que lo mejor era arriesgarse. "Para que estés aquí aguantando la miseria de tu marido, mejor me marcho, consigo un dinero y te saco de aquí", le dijo a su madre. Y se marchó con un desconocido. "La pobreza te obliga a hacer cosas que ni sabes cómo se te han pasado por la cabeza", dice en una de las oficinas de Madrid de la ONG Proyecto Esperanza.

Viajó a la ciudad del traficante, del que no quiere ni decir su nombre. Por miedo. "Él me hizo los papeles, el pasaporte, el visado. Cuando llegué a su casa apareció otra chica que también iba a venir a España. Ella ya había estado antes, pero no me dijo de qué íbamos a trabajar. Me mintió porque él la había amenazado".

Cogieron un autobús y atravesaron Europa. El destino final era Alcorcón (Madrid). "En cuanto llegamos a la casa, mi compañera se cambió de ropa. Hacía mucho frío pero se puso una blusa blanca, un vaquero, y dijo que se iba a trabajar. Yo no entendía nada".

Durante los dos primeros días, Laura se quedó en casa. El traficante le decía que le estaba buscando trabajo como limpiadora o camarera. Una tarde, el tipo llegó con la buena nueva.

—Ya tienes empleo.

—¡Qué bien! ¿De qué?

—Ya lo verás mañana.

Al día siguiente, salió con su compañera. Se pararon en un polígono industrial.

—Ya hemos llegado.

—¿Pero qué voy a hacer aquí?

—¿No te lo han dicho? Pues follar, chupar y dejar que te la metan por donde sea.

Laura llamó al hombre. Le dijo que no quería prostituirse. Él fue a recogerla, la llevó a la casa y la encerró en una habitación sin ventanas durante días. Le llevaba un zumo, tabaco y algo de comida. "¿Quieres salir?", le preguntaba. "Es fácil. Sabes lo que tienes que hacer". A los tres días, ella aceptó: "Ya no razonaba. Me estaba volviendo loca".

Empezó su vida en el polígono. Pasaba allí 15 horas, de 9.00 a 24.00. Tenía un sitio reservado, como cada chica. Si alguien invadía la zona, su chulo llegaba y daba una paliza a la invasora. El traficante de Laura vigilaba a sus dos esclavas de lejos. Después, cuando llegaban a casa, les vaciaba el bolso y se quedaba con todas las ganancias. Si había poco, les pegaba. "A mi compañera un día le dio una paliza por llegar con 100 euros. Acabó machacada, con hematomas por todo el cuerpo. Nos decía que pidiéramos 30 o 40 euros por el servicio, pero que, si la cosa iba mal, lo bajáramos a 20. Había que sacar dinero como fuera". Su compañera tenía unos 25 años y un hijo en Rumania. La habían amenazado con hacer daño al niño si se escapaba o no obedecía.

Dos semanas después de empezar su infravida en el polígono, Laura consiguió fugarse. "Llegó un cliente distinto de los otros, marroquí, con unos ojos que inspiraban mucha confianza. Le dije: 'Vámonos de aquí'. Él me preguntó si tenía miedo de mi chulo, pero yo ni sabía lo que era eso". El chico la llevó a la policía y después a su casa, llamó a su hermana y le prepararon la cena.

Puso la denuncia. La Comunidad de Madrid asumió su tutela y la llevó a un centro de menores. "No sé cómo los españoles dejan que sus niños estén ahí. Es horrible. Yo quería volver a Rumanía, pero me decían que tenía que venir a recogerme algún familiar, y ellos no tenían dinero". Meses después, se enamoró de un chico de su barrio, rumano. Se fue a vivir con él en agosto de 2007.

Mientras tanto, el proceso judicial contra el traficante seguía su curso. Un día, recibió una llamada. Era la mujer del tipo. Habían conseguido que el cuñado de Laura, en Rumanía, les pasara su teléfono. "Aterrorizaron a mis familiares. Les dijeron que los iban a quemar como si fueran ratones". La mujer le ofreció 30.000 euros por retirar la denuncia. "Me pidió que pensara en su hijo, que era pequeño y que necesitaba a su padre. ¿Y por qué no pensó él en mí cuando me engañó y me trajo aquí? ¡Yo también era una niña!".

Los jueces dictaron sentencia: cinco años de cárcel por agresión sexual y 24.000 euros de indemnización. No hubo condena por trata de personas —Rumanía está dentro de la UE y el tráfico con fines de explotación sexual exige que se trate de inmigrantes— ni tampoco por prostitución forzada, muy complicada de probar.

La sentencia aún no es firme —el condenado la ha recurrido ante el Supremo— y Laura no ha podido cobrar nada. Es probable que no lo haga nunca. Estos delincuentes suelen declararse insolventes y no hay un fondo de garantía estatal que cubra las indemnizaciones. "Espero que el proceso pueda volver a abrirse en Rumania, porque no es justo", dice Laura. "Lo que hacen los chulos y las chulas —que también las hay— es monstruoso. Arruinan tu vida".

El tratante está en la cárcel, pero ella teme que la busque cuando salga. Cambia de número de móvil cada dos por tres y no pasa más de ocho o nueve meses en el mismo barrio para que los hermanos del esclavista no la encuentren. Pero está contenta. Tiene permiso de residencia. Quizá le den trabajo en una zapatería.

Laura, en la oficina de Madrid del Proyecto Esperanza.
Laura, en la oficina de Madrid del Proyecto Esperanza.ÁLVARO GARCíA

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