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Columna
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La batalla de Pozuelo

Refiere una fábula mitológica que el dios Baco, en uno de sus paseos por el campo, quedó prendado de una planta diminuta y para protegerla y favorecer su crecimiento la plantó en un hueso de pájaro, pero la planta, agradecida, creció de tal forma que al poco tiempo el dios hubo de trasplantarla a un hueso de león y más tarde a una vértebra de asno. La planta era la vid y los tres huesos representan los tres estadios de la ebriedad. El bebedor, con los primeros tragos, gorjea alegre como un pajarillo, luego se siente poderoso y ruge como una fiera para terminar rebuznando como un burro. Doscientos jóvenes asnos se desmadraron en las fiestas de Pozuelo creyéndose leones y se llevaron por delante en su estampida el mobiliario urbano y las buenas costumbres. A los borriquillos adolescentes les habían estabulado en un parque público, en una zona acotada y habilitada para que triscaran a sus anchas sin molestar demasiado a los vecinos, pero cuando escucharon el toque de queda que señalaba el fin de la bacanal se desbocaron y agredieron a sus guardianes, que no pudieron controlar la estampida. Moraleja para uso de ediles de festejos: un botellón se sabe cuándo empieza, pero nunca cuándo termina, no se pueden poner puertas al campo ni horarios al esparcimiento alcohólico juvenil.

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La ley antibotellón prohíbe consumir alcohol en la vía pública, "salvo en eventos regulados" como las fiestas patronales. En fechas tan señaladas los botelloneros, sin distinción de edad, pueden exhibir sus fenomenales curdas en público, emborracharse forma parte, la mejor parte, de la tradición festera. Alcohol hasta que el cuerpo aguante y si aguanta lo suficiente un bonito encierro taurino de amanecida en el que consumir el exceso de adrenalina acumulado y tal vez recibir una cornada que disiparía radicalmente los efluvios de la borrachera. Los menores no pueden consumir alcohol ni correr los encierros. Dos prohibiciones irresistibles para los adolescentes, empeñados por prescripción genética a la transgresión y al desafío a la autoridad. Dime qué me prohíbes y te diré lo que voy a hacer. Algunos de los jóvenes implicados en La batalla de Pozuelo declararon a los medios de comunicación que se lanzaron a la vorágine porque después de la clausura del botellón "ya no tenían nada que hacer".

El alcalde de Pozuelo, Gonzalo Aguado, como todos los alcaldes de todos los Pozuelos, exculpa a sus vecinos de toda participación en los altercados, según sus palabras: "Los disturbios los dirigió un grupo de energúmenos de fuera del municipio". Se basa Aguado en que, de los 20 detenidos por la policía, sólo dos residen en la localidad. Los "energúmenos" son de los pueblos limítrofes, herederos del síndrome de Villarriba y Villabajo, siempre dispuestos a fastidiarse mutuamente a mayor gloria de su pueblo de origen. Los "energúmenos" también venían de Madrid, macrocapital del botellón, y entre ellos podrían haberse colado agitadores profesionales a sueldo de oscuros intereses, dispuestos a aguarle las fiestas a Aguado y a los "pacíficos" habitantes de este próspero pueblo de la Comunidad de Madrid que vota ordenadamente al PP (ahí está la madre del cordero). Sobre la batalla campal, sus motivos y sus consecuencias, se está especulando mucho y casi todo mal, comenzando por las declaraciones del alcalde pozuelense: sobre la minoritaria implicación (dos detenidos de 20) de los jóvenes locales, podría aducirse que ni son todos los que están, ni están todos los que son, pues es sabido que los policías en este tipo de concentraciones suelen detener a los que menos corren por estar más ebrios. A los presuntos y fantasmales agitadores profesionales habría que echarles un galgo; se supone que para dirigir estratégicamente las evoluciones de la manada y conducirla a sus siniestros objetivos, los provocadores, que suelen estar en buena forma, se mantienen sobrios y atentos.

No hubo "energúmenos" directores en la estampida como sostiene el alcalde; tampoco se trata de un estricto problema de orden público, como ha dicho la ministra de Sanidad, y de serlo no es un problema que pueda atajarse con más policías y más represión. Hasta ahora la mayor parte de los intentos de sustituir los botellones por actividades de ocio y deporte gratuitas financiadas por las instituciones han sido patéticos, ni las canchas de baloncesto ni los torneos de parchís, aunque sea online, han convocado precisamente el entusiasmo de los jóvenes. El sociólogo Javier Elzo daba ayer en estas páginas algunas claves sobre la manera de enfrentar el conflicto, la primera: enseñar a los adolescentes a beber alcohol sin esperar a los 18 años. En esta tarea seguro que pueden ayudarles sus papás.

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