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Columna
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'Ciutadà que ens honora'

En la meteórica acumulación de prestigio de Fèlix Millet en los últimos 30 años hay un momento clave en que el personaje forja su propia metonimia y con ella el sentimiento de impunidad que ha de acompañarle desde entonces.

Corre 1984. Desde hace seis años Millet es presidente del Orfeó Català, un cargo accesible sólo a pedigrís consolidados (sucede al galerista Joan Anton Maragall, tío de Pasqual). El suyo está en regla: es sobrino nieto del fundador de la entidad e hijo del financiero de gran fortuna Fèlix Millet Maristany, el cual, a su vez, la había presidido entre 1951 y 1967, año en que falleció.

El año 1983 ha sido malo para Fèlix Millet Tusell. Junto con otros directivos, se le ha acusado de estafa en la sociedad de inversiones inmobiliarias Renta Catalana y ha pasado unas semanas en prisión preventiva. La causa llega a implicar a una filial de Banca Catalana y a los diputados Josep Maria Trias de Bes y Joaquim Molins, que eluden el banquillo porque el Supremo así lo dispone.

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Su rehabilitación al año siguiente es fulminante. De mutuo acuerdo, el alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, y el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, le ponen al frente de la gerencia del Consorcio del Palau de la Música, una entidad creada en 1981 por las administraciones públicas para ir al rescate del agónico Orfeó y de su no menos deteriorada sede. La metonimia se cierra: el presidente de la sociedad propietaria del edificio pasa a administrar los fondos públicos que lo mantienen. La parte se ha convertido en el todo.

La gerencia de Millet es osada y en extremo efectiva. Para empezar, abre las ventanas del Palau a nuevas corrientes musicales, como la nova cançó y el jazz. Coloca al frente del coro a Salvador Mas, un director de prestigio. Y se fija como prioridad rehabilitar el auditorio, asunto al que dedica sus mejores artes de seductor con coche caro. Armado con un trozo de viga oxidada se va a ver a Pujol y le convence de que la intervención no puede aplazarse. Consigue incluso desahuciar a los viejos Millet, tíos segundos suyos, de la vivienda ruinosa que todavía ocupaban justo encima del escenario. No se arredra siquiera ante la Iglesia, así tenga que visitar el Vaticano: en la primera fase de la reforma, negocia la expropiación del ábside y en la segunda, todo el templo de Sant Francesc de Paula, a cambio de una permuta de terrenos facilitada por el Ayuntamiento. Su catalanismo no se despeina siquiera ante Aznar, de quien recaba la mayor parte de la financiación, a cambio de la entrada del Ministerio de Cultura en el consorcio.

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En paralelo no deja de acumular los cargos más granados de la sociedad catalana: presidente de la aseguradora Agrupació Mútua -con la que también se había rozado con la justicia, sin consecuencias- y de muchas de sus filiales; vicepresidente del Barça con todos los presidentes, de Núñez a Laporta; miembro del llamado G-16, el lobby barcelonés más selecto; secretario y vocal hasta 2006 de la comisión de control de La Caixa, y hombre que cede la frecuencia de televisión que Pujol ha asignado al Orfeó al canal 8 tv. Está en posesión de la Llave de Oro de la ciudad, la Creu de Sant Jordi y, entre muchos otros, el premio Ciutadà que ens honora (Ciudano que nos honra), concedido hace un año en presencia del ministro de Cultura. Tras el registro policial de la sede del Orfeó, el Ayuntamiento retiró a toda prisa el acuerdo del pleno para concederle la Medalla de Oro al Mérito Cultural, pero la permuta de edificios con la Generalitat y el Ayuntamiento para construir un hotel junto al Palau prosigue.

La metonimia blinda el círculo del prestigio y Millet se cree intocable. Pero Hacienda y la justica no se deslumbran con los destellos cuando descubren reintegros en billetes de 500 y ventas de inmuebles sospechosas. La metonimia se rompe. Queda la exitosa reforma del Palau de la Música, por donde pasan cada año 700.000 personas. El autor de esa reforma, Óscar Tusquets, considera a Millet "el mejor cliente que nunca he tenido ni tendré".

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