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Columna
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Un presidente para Europa

Antes de fin de año Europa deberá dotarse de lo que llama presidente, pese a que aún se ignora con qué facultades y prerrogativas. Pero el nombramiento no dejará de tener una carga simbólica notable, un rey sin corona se hallará a la cabeza de un magma político que busca destartaladamente su destino. Y de entre los candidatos presentidos el de mayores posibilidades es un anglo-escocés, cuyo nombre no deja a nadie indiferente. ¿Es Tony Blair la persona adecuada para representar a Europa?

Las razones positivas y contrarias se acumulan hasta la saturación en la carrera del ex primer ministro neolaborista. La sabiduría convencional destaca en el personaje una capacidad de seducción que fue para su electorado casi hipnótica; un altísimo índice de reconocimiento internacional; las excelentes relaciones que mantuvo con el Washington de George W. Bush, lo que no le ha extrañado, sin embargo, del presidente Obama. En sentido contrario, se aisló de la Vieja Europa -como la bautizó Donald Rumsfeld- al secundar contra toda la opinión europea la guerra de Irak, pero el asunto ya no parece hoy tan grave con la progresiva retirada occidental del país árabe; como representante del Cuarteto en Oriente Próximo fue un visto y no visto, callado y ocioso, pero tampoco se sabía con qué instrumentos de poder contaba para llevar a cabo su tarea; Londres permanece ajena a la embrionaria ciudadanía de Schengen, y, mucho más grave, no se ha sumado al euro, lo que probablemente quien más lamenta es el propio Blair; y si la izquierda le reprocha que destruyera el antiguo laborismo, no está en ninguna parte escrito que su tercera vía, la del neoderechismo compasivo, no sea lo que hoy le conviene al galimatías centrista y gestionario de la Unión Europea.

¿Es Tony Blair la persona adecuada para representar a la UE?
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Los argumentos de fondo contra el ex gobernante son, en cambio, de otra y más poderosa índole. Gran Bretaña ha cambiado mucho en los últimos 50 años. La aproximación-asimilación a Europa ha sido considerable. El Canal ya no aísla, con niebla o sin ella, el continente. El turismo británico se ha volcado sobre los pueblos del sur; desde los años sesenta Londres es una capital paneuropea que dicta modas, ha decimalizado la moneda y no le hace ascos al euro en la caja registradora; el inglés medio y la City saben, el primero instintivamente y la segunda haciendo cuentas, que su futuro económico pasa por Europa. Y aun así, todo ello no acerca el país político al continente, sino que más bien lo aleja. Es un efecto perverso de la globalización.

La terminología que emplea la clase política, quizá temerosa de que si pierde su insularidad sólo le queden el paraguas y el bombín como señas de identidad, es casi una afrenta a sus vecinos continentales. Euroescéptico no denota, como el término parece indicar, precaución o reserva -aunque fueran grandes- ante la construcción europea, sino aversión profunda a la pérdida de soberanía en la amalgama continental; y Eurófilo sólo quiere decir que no llama batracios a los franceses y siente una indefinida simpatía por los pueblos del sur. Uno de esos eurófilos es Blair, y con seguridad de los que menos toxinas antieuropeas incorpora en su organismo, posiblemente porque siendo desde hace muchos años católico de facto aunque su conversión formal se produjera sólo al dejar Downing Street, está por ecumenismo mejor preparado que la mayoría de sus compatriotas para comprender el proyecto de unificación pos-imperial de la UE. Ese rebote que la uniformización mundializadora provoca en algunas nacionalidades menores llevándolas hasta el paroxismo del Nosotros solos, ha hecho que los profesionales de la política británica se nieguen a reconocer que su país ya no es el que era, mientras ellos no cejan en su idolatría de la diferencia.

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Y Blair representaría tanto a su país en Europa como a Europa en el mundo. Por ello el presidente europeo no puede ser una rara avis, o un producto de laboratorio; ha de llegar, al contrario, a esa cúspide representativa firmemente anclado en una sociedad cuyos ciudadanos con capacidad normativa nunca han querido secularmente participar en la construcción política de Europa, sino asegurarse el acceso a un supermercado en temporada de rebajas. El Reino Unido se ha fabricado a sí mismo durante siglos como la gran potencia externa a Europa que arbitraba, sin embargo, sus destinos, pero no de Europa. Por eso Tony Blair no puede representar como europeo al continente, aunque él a título personal posiblemente lo sea.

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