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Reportaje:Catástrofe en Haití

Viaje al epicentro de la tragedia

El pueblo de Léogane, a 40 kilómetros de la capital, quedó arrasado por el seísmo

Antonio Jiménez Barca

La comisaría de Léogane se encuentra vacía. Los policías, de uniforme, con unos absurdos chalecos reflectantes encima, descansan tumbados a la bartola en una colchoneta en el aparcamiento. No hacen nada. Diez días después del terremoto que fisuró el vestíbulo, los calabozos y la planta superior, aún no se atreven a entrar.

-¿Y los presos?

-Los liberamos cuando empezó todo a temblar. Eran cinco. No eran muy peligrosos.

El epicentro del terremoto se situó por debajo de esta desgraciada ciudad de Léogane, a 40 kilómetros al oeste de Puerto Príncipe por una carretera cuarteada de grietas espeluznantes en las que cabe un puño. La ciudad, de 25.000 personas, se ha venido abajo literalmente. Su calle principal es un espejismo.

Unos 10.000 de los 25.000 habitantes que había ya han sido enterrados
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En una plaza del pueblo, el dedo siniestro del terremoto señaló todos los edificios, incluida la iglesia, excepto una casita cúbica con un cartel relevador: "Capilla Funeraria Nuestra Señora de Fátima". Como si al destino que dirige estas cosas le gustara hacer chistes malos. Hay personas encaramadas a las ruinas que escarban y cogen lo que sea de valor: la ferralla, una silla entera, unas cortinas no muy rotas.

Hay un grupo de holandeses religiosos que se afana en ayudar y desescombrar y su trabajo resulta tan encomiable como inútil. Al final se agotan y lo dejan.

Una señora mayor con el aire ausente agarra una piedra suelta de la acera enfrente de una casa no muy pobre convertida en un acordeón. La mujer viste un vestido estampado con un imperdible que no sirve para nada.

"Aquí trabajábamos, una chica y yo, para los dueños. Vivíamos aquí. Limpiábamos y cocinábamos. Ahora ellos están muertos. Ayer, ocho días después del terremoto, los sacaron de entre los escombros", cuenta. Pasa una muchacha cojeando que saluda a la vieja con una sonrisa forzada. "Ésa es la otra chica", dice la mujer. "Venimos todas las mañanas. No hacemos nada. Quitar las piedras de la acera. Pero no sabemos dónde ir", añade.

En la plaza principal, los funcionarios esperan al alcalde sentados en la acera, porque el edificio del Ayuntamiento es inseguro. Uno de ellos, jefe de departamento, según reza en una tarjeta municipal que muestra a quien sea, se pone a discutir con el concejal de Personal sobre el número de muertos. Uno dice que 4.000 personas; otro que muchos miles más. Una señora se enreda en la disputa mientras el resto de funcionarios sin ocupación ni despacho ni tarea ni futuro les miran con resignación e indiferencia.

Al otro lado de la plaza de esta ciudad kafkiana y desquiciante, sin policía ni ayuntamiento, que parece suspendida en el mar de polvo desprendido de los edificios desventrados, un pelotón de soldados canadienses escolta la entrega de un cargamento de ayuda humanitaria alemana.

El eficaz agregado de negocios de la Embajada germana en Haití, Wolker Pellet, es el único que lo tiene claro:

-Nosotros hemos hecho de esta ciudad un enclave de la ayuda alemana. Nadie nos lo ofreció como consecuencia de un plan predeterminado. Simplemente lo pedimos y nos lo dieron encantados. Así es cómo funcionan las cosas en Puerto Príncipe.

Y añade, como recitándolo de memoria: "Léogane se ha destruido en un 80% porque el epicentro estaba aquí abajo. La ciudad tenía 25.000 habitantes, pero la comarca 190.000. La ONU ya ha enterrado aquí cerca de 10.000 personas".

Todos estos datos son verdad. Pero también lo es que por la carretera agrietada avanzan a toda horas camiones naranjas procedentes de la capital cargados de inmigrantes que escapan de la ratonera pestífera de Puerto Príncipe. No es extraño. Los habitantes de los campamentos de las afueras de Léogane, que han escapado de morir ahogados entre sus propias paredes, también han perdido hijos, madres, hermanos, amigos, el trabajo, la casa y los muebles. Pero cerca discurre un río no muy sucio. Y hay espacio verde para que unos niños jueguen al fútbol con una pelota de goma.

No hay niños jugando así en Puerto Príncipe. Así que no es raro el trajín de camiones que marcha al campo. Comparados con los interminables y abarrotados asentamientos de Puerto Príncipe, en los que las mujeres se lavan desnudas en las esquinas y los niños dormitan en la basura bajo un sol que es un castigo, el campamento enclavado en el epicentro del terremoto, en Léogane, resulta no del todo inhabitable.

Una mujer tiende la ropa entre escombros en Léogane.
Una mujer tiende la ropa entre escombros en Léogane.GORKA LEJARCEGI

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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