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Adiós al retratista de América Latina
Columna
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Lugar común, la fábula

Juan Cruz

En Lugar común la muerte, uno de los grandes libros de Tomás Eloy Martínez, el autor de Santa Evita cuenta una reprimenda que le hizo a su colega, y amigo, el paraguayo Augusto Roa Bastos. El libro es un conjunto de perfiles (de Roa, de Macedonio Fernández, de José Lezama Lima) esculpidos por Tomás Eloy con su legendaria facilidad para hacer del dato una metáfora. En el caso concreto de Roa, aparece la rabia literaria del fabulador que recuerda a su compañero, el autor de Yo el Supremo, que no es bueno jamás abandonar la esgrima, que un escritor ha de medirse siempre con lo más alto, y ha de usar los materiales de que dispone (la imaginación, sobre todo) con rigor y sin desmayo. Era porque Roa, después de aquel libro supremo, tenía tendencia a abandonarse, a sentir que el lector le perdonaría sus desmayos porque ya había escrito una obra maestra.

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En ese libro, en el que Tomás Eloy extrae conclusiones muy sabrosas de sus insólitos personajes, hay también, en cierto sentido, un autorretrato del novelista como periodista y viceversa. Al contrario que Gabriel García Márquez que regaló a la fábula los valores que le dio el periodismo, Tomás Eloy conservó siempre la doble militancia, y jamás se podría decir que el novelista se sirviera de los trucos del periodista; y al revés tampoco sucedió. Su última novela, Purgatorio, podía haber sido una suma autobiográfica sobre su duro exilio y sobre la tortura a la que los militares sometieron a Argentina. Él quiso hacer, sin embargo, una fábula en la que el amor pone en el lado de la imaginación más desenfrenada lo que otro hubiera convertido en una enciclopedia de los horrores sufridos. Con su estilo ya inconfudible acarició cumbres que fueron las que anoche le hicieron decir, en Cartagena de Indias, a su cuate García Márquez: "Era el mejor de todos nosotros".

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