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XIII Premio Alfaguara
Columna
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Parado en una pata

Hernán Rivera ha demostrado tener un coraje enorme para sacar adelante un proyecto narrativo personalísimo y único dentro de las letras suramericanas. Nunca ha renunciado a darle vida al lugar del que viene, al enorme desierto de Atacama, con sus salitreras donde aprendió a cultivar el carácter de minero que tanto le ha servido a la hora de sentarse a escribir; un pundonor y una decencia ejemplares para hacer frente a las críticas despiadadas, a las envidias y a los comentarios venenosos, de esos por los que dan ganas de tomar un bate de béisbol.

Nunca voy a olvidar cuando, a propósito del éxito de su primera novela, La reina Isabel cantaba rancheras (1994), se llegó a decir que él era una fachada, un impostor, que era otro el que había escrito ese relato exótico e infernal de la pampa salitrera, con su galería de putas y hombres embrutecidos por la soledad y sin embargo capaces de arreglárselas sin hacer pucheros. Pero luego vino Himno del ángel parado en una pata (1996), esa atronadora historia sobre la infancia y el desamparo, para demostrar que nada era un invento, que de veras había entre nosotros un novelista decidido, valiente, que no necesitaba de camarillas académicas ni sociales para obtener un regimiento de lectores fervorosos.

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El desierto como patria literaria

Me alegra este premio que ha recibido su nueva novela porque lo conozco hace 15 años y somos amigos; lo he visto trabajar, corregir, botar capítulos completos; lo he visto dudar, enojarse con el computador (y pensar seriamente en mandar todo al carajo para volver a su Epson 286 con disco floppy e impresora de punto del tipo "cortahuesos"); me alegra este premio por su familia, por sus hijos que —y quizás nunca ha sido más literal la metáfora— lo han acompañado en su travesía por estos desiertos cabrones.

Pese al éxito, Hernán siempre ha llevado a cuestas sus convicciones como escritor, pero también las muchas cosas que se ha propuesto mejorar; sus empeños, sus apuestas y aquellas tareas pendientes que bien conoce.

Hoy ya no vivo en Antofagasta, la ciudad que compartimos por tantos años, luego de que él se mudara desde el desierto hacia la costa, pero sé que esta tarde, pese a todo el revuelo que este premio origina, a las decenas de llamadas de todos lados, se hará un minuto, a eso de las siete, para tomar pacientemente y en silencio su sagrada taza de té con pan marraqueta como si nada de esto estuviera pasando; y si es muy urgente, entonces que se esperen o llamen después, los carajos, porque ahora está ocupado.

Patricio Jara es periodista y escritor chileno.

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