Una oportunidad perdida
Me tiene furiosa y anonadada a partes iguales el alud de noticias sobre casos de pederastia perpetrados por eclesiásticos católicos; casos sin fin, que tuvieron lugar hace años -lo que no significa que en la actualidad haya sido corregida esa perversión- y que han ido aflorando en distintos países, desde Estados Unidos hasta la Roma pontificia.
Me pregunto qué mecanismo tan perfecto tiene la Iglesia católica que ha permitido a todos estos predadores sexuales actuar a sus anchas sin que nunca hasta ahora hayan quedado expuestos a la luz pública y al peso de la ley. Y sobre todo, qué impulsa a todos estos hombres a abusar sexualmente de esas criaturas que les confían tantas familias, esas mismas familias a las que defienden encarnizadamente en las manifestaciones.
Las altas jerarquías, se llamen Benedicto XVI o Mariano Rajoy, prefieren mirar hacia otro lado esperando a que escampe
Muchas voces se han alzado para señalar el celibato como el factor desencadenante de tal depravación. Francamente, el argumento resulta cogido por los pelos. Una esperaría que, puesto a transgredir el imperativo de castidad forzosa, un hombre de fe se relacionara sexualmente consigo mismo, con otros hombres e, incluso, mujeres (!), pese a que secularmente se las haya visto como seres diabólicos. Permítanme un ejemplo un poco bruto: pensar que el celibato puede desembocar en la pederastia es tan absurdo como creer que el hambre puede llevar al canibalismo teniendo otros alimentos a mano.
No creo que sea la abstinencia sexual forzada lo que empuja a ciertos curas a la pederastia. Más bien creo que hombres con tendencias pederastas se apuntan a una institución en la que abundan las criaturas y que garantiza la impunidad.
Algo parecido, pienso, ocurre en la política de nuestro país: personas con ansias de acumular dinero rápido se suben al carro del poder, desde el que podrán mangonear, impunemente si el partido no reacciona con rapidez. Y es que sería ineficaz que alguien con esas tendencias decidiera dedicarse a la ciencia o a la jardinería, pongamos por caso, ya que ninguno de los dos campos proporciona herramientas ni trampolines para la corrupción masiva; esa que desemboca en relojes de 3.000 euros, palacetes renacentistas o carísimas pinturas en el baño. Inevitablemente, me viene a la memoria una imagen de Humbert Humbert, el seductor de nínfulas, que Nabokov clava en su inigualable Lolita: "Parezco una de esas infladas arañas pálidas que se ven en los jardines viejos. Sentadas en medio de la tela luminosa y sacudiendo levemente tal o cual hebra. Mi [la cursiva es del autor] red está tendida sobre la casa toda, mientras aguzo el oído desde mi sillón como un brujo astuto".
Así, como una araña en su tela, imagino a esos curas abusadores y a los corruptos de la trama Gürtel.
Sin embargo, la similitud entre curas abusivos y políticos podridos no se limita sólo a elegir una institución que, desde el poder -sea por la fuerza que, se supone, confiere hablar en nombre de Dios, sea por el cambalache de favores que permite el sujetar las riendas de la Administración pública-, beneficie sus intereses, sino que aún existen otros parecidos.
En primer lugar, unos y otros se muestran convencidos de que, cometan las barbaridades que cometan, no los pillarán, y si los pillan, nada ocurrirá.
Y en segundo lugar, unos y otros suscitan el mismo silencio cómplice. Las altas jerarquías, se llamen Benedicto XVI o Mariano Rajoy, prefieren mirar hacia otro lado esperando a que escampe y atribuyen todas las denuncias a "rumores infundados" o a supuestas campañas orquestadas en su contra. Pierden así la oportunidad de hacer notar que unos cuantos pederastas o unos cuantos corruptos no representan a toda su institución. Y por supuesto, la oportunidad -¿y la obligación?- de mostrar el debido respeto a las víctimas y a los hombres y mujeres de a pie.
Desde luego, si al juez Garzón le sientan en el banquillo de los acusados mientras los de la trama Gürtel o los curas pederastas se van de rositas, será cuestión de ir pensando en hacer las maletas. O eso o nos levantamos en pie de guerra.